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La Gran Triada

René Guénon: la enfermedad de la angustia

Cap. III del libro «Iniciación y Realización Espiritual» de René Guénon.

Está de moda hoy día, en algunos medios, hablar de «inquietud metafísica», e incluso de «angustia metafísica»; estas expresiones, evidentemente absurdas, son también de las que traicionan el desorden mental de nuestra época; pero, como siempre en parecido caso, puede haber interés en buscar precisar lo que hay debajo de estos errores y lo que implican exactamente tales abusos de lenguaje. Está bien claro que aquellos que hablan así no tienen la menor noción de lo que es verdaderamente la metafísica; pero todavía puede uno preguntarse por qué quieren transportar, a la idea que se hacen de ese dominio desconocido para ellos, estas palabras de inquietud y de angustia antes que no importa cuáles otras que no estarían ahí ni más ni menos fuera de lugar. Sin duda es menester ver la primera razón de ello, o la más inmediata, en el hecho de que estas palabras representan sentimientos que son particularmente característicos de la época actual; la predominancia que estos sentimientos han adquirido en ella es por lo demás bastante comprensible, y podría considerarse incluso como legítima, en un cierto sentido, si se limitara al orden de las contingencias, ya que está manifiestamente justificada por el estado de desequilibrio y de inestabilidad de todas las cosas, que va agravándose sin cesar, y que, ciertamente, apenas está hecho para dar una impresión de seguridad a los que viven en un mundo tan perturbado. Si hay en esos sentimientos algo enfermizo, es porque el estado por el cual son causados y mantenidos es, él mismo, anormal y desordenado; pero todo eso, que no es en suma más que una simple explicación de hecho, no explica suficientemente la intrusión de esos mismos sentimientos en el orden intelectual, o al menos en lo que pretende tener el lugar de éste entre nuestros contemporáneos; esta intrusión muestra que el mal es más profundo en realidad, y que ahí debe haber algo que se relaciona con todo el conjunto de la desviación mental del mundo moderno.

            A este respecto, se puede destacar primeramente que la inquietud perpetua de los modernos no es otra cosa que una de las formas de esa necesidad de agitación que hemos denunciado frecuentemente, necesidad que, en el orden mental, se traduce por el gusto de la búsqueda por sí misma, es decir, de una búsqueda que, en lugar de encontrar su término en el conocimiento como lo debería normalmente, se prosigue indefinidamente y no conduce verdaderamente a nada, y que es una empresa sin ninguna intención de llegar a una verdad en la que tantos de nuestros contemporáneos no creen siquiera. Acordaremos que una cierta inquietud puede tener su lugar legítimo en el punto de partida de toda búsqueda, como móvil incitante a esta búsqueda misma, ya que no hay que decir que, si el hombre se encontrara satisfecho de su estado de ignorancia, permanecería en él indefinidamente y en modo alguno buscaría salir de ahí; así pues, valdría más dar a este tipo de inquietud mental otro nombre: la misma no es nada más, en realidad, que esa «curiosidad» que, según Aristóteles, es el comienzo de la ciencia, y que, bien entendido, no tiene nada en común con las necesidades puramente prácticas a las que los «empiristas» y los «pragmatistas» querrían atribuir el origen de todo conocimiento humano; pero en todo caso, llámese inquietud o curiosidad, es algo que no podría tener ninguna razón de ser y que no podría subsistir en modo alguno desde que la búsqueda ha llegado a su meta, es decir, desde que se ha alcanzado el conocimiento, de cualquier orden de conocimiento que se trate por lo demás; con mayor razón debe desaparecer necesariamente, de una manera completa y definitiva, cuando se trata del conocimiento por excelencia, que es el del dominio metafísico. Así pues, en la idea de una inquietud sin término, y por consiguiente que no sirve para sacar al hombre de su ignorancia, se podría ver la marca de una suerte de «agnosticismo», que puede ser más o menos inconsciente en muchos de los casos, pero que por eso no es menos real: hablar de «inquietud metafísica» equivale en el fondo, se quiera o no, ya sea a negar el conocimiento metafísico en sí mismo, ya sea al menos a declarar una impotencia propia para obtenerle, lo que prácticamente no constituye una gran diferencia; y cuando ese «agnosticismo» es verdaderamente inconsciente, se acompaña ordinariamente de una ilusión que consiste en tomar por metafísica lo que no lo es en modo alguno, y lo que no es siquiera a ningún grado un conocimiento válido, aunque sea en un orden relativo, queremos decir, la «pseudo-metafísica» de los filósofos modernos, que es incapaz efectivamente de disipar la menor inquietud, por eso mismo de que no es un verdadero conocimiento, y de que no puede, antes al contrario, sino aumentar el desorden intelectual y la confusión de las ideas entre aquellos que la toman en serio, y hacer su ignorancia tanto más incurable; en eso como desde cualquier otro punto de vista, el falso conocimiento es ciertamente mucho peor que la pura y simple ignorancia natural.

            Como lo hemos dicho, algunos no se limitan a hablar de «inquietud», sino que llegan incluso a hablar de «angustia», lo que es todavía más grave, y expresa una actitud quizás más claramente antimetafísica aún si es posible; por otra parte, los dos sentimientos están más o menos relacionados, puesto que uno y otro tienen su raíz común en la ignorancia. En efecto, la angustia no es más que una forma extrema y por así decir «crónica» del miedo; ahora bien, el hombre es llevado naturalmente a sentir miedo delante de lo que no conoce o no comprende, y este miedo mismo deviene un obstáculo que le impide vencer su ignorancia, ya que le lleva a apartarse del objeto en presencia del cual lo ha sentido y al cual atribuye su causa, mientras que, en realidad, esa causa no está más que en él mismo; además, a esta reacción negativa le sigue muy frecuentemente un verdadero odio al respecto de lo desconocido, sobre todo si el hombre tiene más o menos confusamente la impresión de que eso desconocido es algo que rebasa sus posibilidades actuales de comprensión. No obstante, si la ignorancia puede disiparse, el miedo se desvanecerá de inmediato por eso mismo, como ocurre en el ejemplo bien conocido de la cuerda tomada por una serpiente; el miedo, y por consiguiente la angustia, que no es más que un caso particular del mismo, es pues incompatible con el conocimiento, y, si llega a un grado tal que sea verdaderamente invencible, eso hará que el conocimiento se vuelva imposible, incluso en la ausencia de todo otro impedimento inherente a la naturaleza del individuo; así pues, en este sentido se podría hablar, de una «angustia metafísica», que juega en cierto modo el papel de un verdadero «guardián del umbral», según la expresión de los hermetistas, y que cierra al hombre el acceso al dominio del conocimiento metafísico.

            Es menester todavía explicar más completamente como el miedo resulta de la ignorancia, tanto más cuanto que hemos tenido recientemente la ocasión de constatar sobre este punto un error bastante sorprendente: hemos visto atribuir el origen del miedo a un sentimiento de aislamiento, y eso en una exposición que se basaba sobre la doctrina vêdântica, mientras que ésta enseña al contrario expresamente que el miedo se debe al sentimiento de una dualidad; y, en efecto, si un ser estuviera verdaderamente solo, ¿de qué podría tener miedo? Se dirá quizás que puede tener miedo de algo que se encuentra en sí mismo; pero eso mismo implica que hay en él, en su condición actual, elementos que escapan a su propia comprensión, y por consecuencia una multiplicidad no unificada; por lo demás, el hecho de que esté aislado o no, no cambia nada en eso, y no interviene en modo alguno en parecido caso. Por otra parte, no se puede invocar válidamente, en favor de esta explicación por el aislamiento, el miedo instintivo sentido en la obscuridad por muchas personas, y concretamente por los niños; este miedo se debe en realidad a la idea de que puede haber en la obscuridad cosas que no se ven, y por tanto que no se conocen, y que, por esta razón misma, son terribles; al contrario, si la obscuridad fuera considerada como vacía de toda presencia desconocida, el miedo carecería de objeto y no se produciría. Lo que es verdad, es que el ser que siente miedo busca aislarse, pero precisamente para sustraerse a él; toma una actitud negativa y se «retrae» como para evitar todo contacto posible con aquellos que teme, y de ahí provienen sin duda la sensación de frío y los demás síntomas fisiológicos que acompañan habitualmente al miedo; pero esta suerte de defensa irreflexiva es por lo demás ineficaz, ya que es bien evidente que, haga un ser lo que haga, no puede aislarse realmente del medio en el cual está colocado por sus condiciones mismas de existencia contingente, y que, mientras se considere como rodeado por un «mundo exterior», le es imposible ponerse enteramente al abrigo de los atentados de éste. El miedo no puede ser causado más que por la existencia de los demás seres, que, en tanto que son otros, constituyen ese «mundo exterior», o de elementos que, aunque incorporados al ser mismo, por eso no son menos extraños y «exteriores» a su consciencia actual; pero el «otro» como tal no existe más que por un efecto de la ignorancia, puesto que todo conocimiento implica esencialmente una identificación; así pues, puede decirse que cuanto más conoce un ser, menos «otro» y «exterior» hay para él, y que, en la misma medida, la posibilidad del miedo, posibilidad por lo demás completamente negativa, está abolida para él; y finalmente, el estado de «soledad» absoluta (kaivalya), que está más allá de toda contingencia, es un estado de pura impasibilidad. A propósito de esto, precisaremos incidentemente que la «ataraxia» estoica no representa más que una concepción deformada de un tal estado, ya que la misma pretende aplicarse a un ser que en realidad está todavía sometido a las contingencias, lo que es contradictorio; esforzarse en tratar las cosas exteriores como indiferentes, tanto como se pueda en la condición individual, puede constituir una especie de ejercicio preparatorio en vista de la «liberación», pero nada más, ya que, para el ser que está verdaderamente «liberado», no hay cosas exteriores; un tal ejercicio podría considerarse en suma como un equivalente de lo que, en las «pruebas» iniciáticas, expresa bajo una forma u otra la necesidad de superar primeramente el miedo para llegar al conocimiento, que a continuación volverá imposible ese miedo, puesto que entonces ya no habrá nada por lo que el ser pueda ser afectado; y es bien evidente que es menester guardarse de confundir los preliminares de la iniciación con su resultado final.

            Otra precisión que, aunque accesoria, no carece de interés, es que la sensación de frío y los síntomas exteriores a los cuales hemos hecho alusión hace un momento se producen también, incluso sin que el ser que los siente tenga conscientemente miedo hablando propiamente, en los casos donde se manifiestan influencias psíquicas del orden más inferior, como por ejemplo en las sesiones espiritistas y en los fenómenos de «obsesión»; aquí también, se trata de la misma defensa subconsciente y casi «orgánica», en presencia de algo hostil y al mismo tiempo desconocido, al menos para el hombre ordinario que no conoce efectivamente sino lo que es susceptible de caer bajo los sentidos, es decir, únicamente las cosas del dominio corporal. Los «terrores pánicos», que se produce sin ninguna causa aparente, se deben también a la presencia de algunas influencias que no pertenecen al orden sensible; por lo demás, son frecuentemente colectivas, lo que va igualmente contra la explicación del miedo por el aislamiento; y en este caso, no se trata necesariamente de influencias hostiles o de orden inferior, ya que puede ocurrir incluso que una influencia espiritual, y no solo una influencia psíquica, provoque un terror de este tipo en los «profanos» que la perciben vagamente sin conocer nada de su naturaleza; el examen de estos hechos, que no tienen en suma nada de anormal, piense lo que piense de ellos la opinión común, no hace más que confirmar también que el miedo es realmente causado por la ignorancia, y es por lo que hemos creído bueno señalarlos de pasada.

            Para volver al punto esencial, podemos decir ahora que aquellos que hablan de «angustia metafísica» muestran con eso, primeramente, su ignorancia total de la metafísica; además, su actitud misma torna esta ignorancia en invencible, tanto más cuanto que la angustia no es un simple sentimiento pasajero de miedo, sino un miedo que ha devenido en cierto modo permanente, instalado en el «psiquismo» mismo del ser, y por eso es por lo que puede considerársele como una verdadera «enfermedad»; mientras no pueda ser superado, constituye propiamente, como todos los demás defectos graves de orden psíquico, una «descualificación» al respecto del conocimiento metafísico.

            Por otra parte, el conocimiento es el único remedio definitivo contra la angustia, así como contra el miedo bajo todas sus formas y contra la simple inquietud, puesto que estos sentimientos no son sino consecuencia o productos de la ignorancia, y puesto que a consecuencia del conocimiento, desde que se alcanza, quedan destruidos enteramente en su raíz misma y vueltos en adelante imposibles, mientras que, sin él, incluso si son apartados momentáneamente, siempre pueden reaparecer al hilo de las circunstancias. Si se trata del conocimiento por excelencia, este efecto repercutirá necesariamente en todos los dominios inferiores, y así estos mismos sentimientos desaparecerán también al respecto de las cosas más contingentes; ¿cómo, en efecto, podrían afectar al que, viendo todas las cosas en el principio, sabe que, cualesquiera que sean las apariencias, no son en definitiva más que elementos del orden total? Pasa con eso como con todos los males de los que sufre el mundo moderno: el verdadero remedio no puede venir más que por arriba, es decir, por una restauración de la pura intelectualidad; mientras se busque remediarlos por abajo, es decir, contentándose con oponer unas contingencias a otras contingencias, todo lo que se pretenda hacer será vano e ineficaz; pero, ¿quién podrá comprenderlo mientras todavía hay tiempo para ello?

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