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La Gran Triada

EL CAMINO DEL INFIERNO ESTÁ EMPEDRADO DE «BUENAS INTENCIONES»

Extracto de la Parte V del libro «La Destrucción de la Tradición Cristiana» de Rama P. Coomaraswamy.

«En el Evangelio leemos también que se predijo que nuestros enemigos serían más bien de nuestra familia, y que aquellos que han sido asociados primero en el sacramento de la unidad serían quienes se traicionaran unos a otros.»

Epístolas de S. Cipriano LIV

¿Por qué se han instituido todos estos cambios? Uno debe recordar que como ha dicho William Blake de un pontífice anterior:

«Y (el pontífice) Caifás era, a sus propios ojos,

Un benefactor de la humanidad.»

¿Qué ha conducido a hombres que presumiblemente son «sinceros» y de «buena voluntad» a romper con las tradiciones establecidas por los apóstoles, y con las enseñanzas mantenidas por la Iglesia a lo largo de las edades? ¿Qué ha inducido a los responsables a seguir las sugestiones del modernista Tyrrell al efecto de que ellos creían que lo que la Iglesia necesitaba era «una infusión liberal de ideas protestantes»? ¿Por qué el «fuerte» ha sido abandonado «incluso por aquellos que debían guardarle»?

¡O bien los responsables tenían una fe defectuosa, o no eran ni siquiera cristianos! Con toda su «sinceridad» y su «buena voluntad», ellos, al igual que los reformadores protestantes de una época anterior, no podían morar en la santa madre Iglesia ni aceptarla como había sido siempre. Para aquellos que se habían criado en la Iglesia tradicional era perfectamente obvio que la mente y el pensamiento de la Iglesia eran diametralmente opuestos a los del así llamado «hombre contemporáneo». Los innovadores sentían que si «la Iglesia no hablaba al hombre moderno» (siendo ellos mismos el hombre moderno), era claramente la Iglesia la que estaba en falta. Imbuidos con las falsas ideas del progreso y de la evolución olvidaron que era «el hombre moderno el que no quería oír a la Iglesia». A pesar de que rechazaban el título, ellos mismos eran «modernistas» y «liberales» que buscaban introducir a la Iglesia —esencialmente una estructura «atemporal»— en el mundo moderno: no como algo adverso hacia el mundo moderno, no como una entidad cuya función era instruir y guiar al mundo moderno en los caminos de Dios, sino como una parte y parcela de ese mundo —en la «vanguardia» y al «frente» de sus desviaciones de la norma que Cristo estableció. Es precisamente en este sentido como la Iglesia conciliar ha abandonado su papel de «maestro» (magister) y se ha declarado a sí misma la «servidora» del mundo[1]. Deseaban hacer «relevante» a la Iglesia en un mundo que había perdido toda relevancia él mismo, y estaba entleert (vacío) de significado, un mundo que estaba «alienado» y que había perdido de vista la única «cosa necesaria». ¿Qué es toda esta palabrería de «servir» al «mundo», sino dar al César lo que es de Dios?

Ahora bien, si la Iglesia había de ser «cambiada» ¿qué pautas y que autoridad habían de ser invocadas? La única alternativa a la «tradición» es en último análisis el «juicio privado» —el juicio privado «colectivo» de aquellos cuyas almas habían sido corrompidas por los errores «colectivos» de nuestros tiempos. Lo que resultó ha sido descrito por Malcolm Muggeridge como un «suicidio»[2]. Era predecible e inevitable a la vez.

Aggiornamento es el grito de guerra de los innovadores. ¿De qué modo ha de tener lugar este aggiornamento? ¿Cuáles son algunos de los principales asuntos que cruzan por el pensamiento de la Iglesia posconciliar? Intentemos analizar esta entidad.

El concepto modernista de «LIBERTAD»[3] es a la vez supremo y básico. Llevada a su forma extrema ésta es lo que puede ser descrito como la absoluta soberanía del individuo en su completa independencia de Dios y de la autoridad de Dios. Al rechazar el principio de la autoridad absoluta en religión, el hombre moderno sostiene que todo individuo (o secta) puede rechazar una parte, o todo, del depósito de la Revelación, y que puede interpretar cualquier cosa que prefiera conservar según los dictados de su juicio privado. Para el hombre modernista someterse a cualquier autoridad que sea más alta que él mismo es perder su «dignidad» como hombre. (Cualquiera que se somete así es tachado de «rígido», «chapado a la antigua», «supersticioso», «no querer ser una persona responsable» y, por encima de todo, de ser una persona «opuesta al progreso»). Ahora bien, este principio «liberal» impelido por la ley de su propia impotencia, inevitablemente da nacimiento a diferencias y contradicciones sin fin. En último análisis, está forzado a reconocer como válida cualquier creencia que surja del ejercicio del juicio privado —el dogma es reemplazado así por la mera opinión. Llega, por tanto, finalmente, por la fuerza de sus propias premisas, a la conclusión de que un credo es tan bueno como cualquier otro; entonces busca resguardar su inconsistencia bajo el falso alegato de la «libertad de conciencia».

Derivándose de esta falsa idea de libertad que hace de cada hombre su propia autoridad más elevada en cuanto a la determinación de la Verdad, está la aseveración de que todos los puntos de vista religiosos son igualmente buenos (o malos). ¡Ciertamente, está claro que un hombre que con la excusa de la libertad racional tiene derecho a repudiar cualquier parte de la Revelación que pueda disgustarle, no puede lógicamente entrar en debate con otro hombre que, sobre la misma base, la repudia toda entera! No solamente un credo es tan bueno como cualquier otro, sino que, asimismo, ningún credo es tan bueno como cualquier otro. El hombre moderno está cansado de todas las controversias religiosas subjetivas e individualistas que ha producido, y estando totalmente desinformado de los conceptos tradicionales, no puede comprender la exclusividad religiosa. Para él lo sobrenatural se identifica vagamente con lo supersticioso, la fe con la credulidad, la firmeza con el fanatismo, la intransigencia con la intolerancia, y la coherencia con la estrechez de miras. La idea misma de que una religión tenga la «plenitud de la verdad» se le aparece a la vez como incongruente y ofensiva. De aquí que sostenga no solamente que una religión es tan buena como cualquier otra, sino que todas las religiones deberían ser relegadas al «sector privado» de nuestras vidas. Todo lo que pide de su semejante es un mínimo de «sinceridad» y de «buena voluntad», y que guarde para sí mismo sus miras religiosas. El asunto mismo no ha de ser tratado «en la sociedad educada». Y estas son precisamente las ideas fundamentales para el «Movimiento Ecuménico», un fenómeno tan patentemente anticristiano que la Iglesia Ortodoxa Griega en Norteamérica se ha visto obligada a promulgar un documento advirtiendo a sus adeptos que eviten todo compromiso con esta forma de «cristiandad secularizada».

Se sigue, además, una vez que se han aceptado las proposiciones anteriores, que ninguna religión debe sostener una posición de preeminencia en el Estado. La autoridad civil debe tratar a todas las confesiones igualmente, ya sean buenas o malas. Puesto que la posibilidad de la verdad objetiva es negada, la religión deviene todo lo más «tolerada» —cuando compite, sin embargo, con el Estado por el «control» de la mente de los hombres, entonces es descrita como estando «contra el progreso», y llamada «el opio del pueblo». La base de la autoridad del Estado civil no reside en Dios, sino en el derecho de los pueblos (la «autodeterminación») a establecer sus propias leyes con entera independencia y máximo desprecio de cualquier otro criterio que no sea la voluntad popular expresada en las urnas. Estas, a su vez, a menudo son controladas y manipuladas por fuerzas anticristianas. ¡No infrecuentemente lo que resulta es que Barrabás es libertado mientras que Cristo es crucificado![4]

La idea de un «Estado católico» no solo es rechazada, sino que es vista como un «mal» que ha de ser destruido. ¡Lo que es llamativo es que tal actitud ha sido adoptada por el Vaticano II! Escuchemos a los documentos:

«Los fieles cristianos, como los demás hombres, deben disfrutar del estado el derecho a no ser estorbados en modo alguno en cuanto a dirigir sus vidas según su conciencia. Está enteramente de acuerdo con la libertad de la Iglesia y la libertad de religión el que todos los hombres y todas las comunidades tengan este derecho otorgado a ellos como un derecho legal y civil.»

Por esto es por lo que la jerarquía, en países católicos como España y Portugal, ha interferido activamente en la estructura política para favorecer su «liberalización» y «democratización». Y naturalmente se sigue de tales actitudes que debería haber una absoluta libertad de culto, la supremacía del Estado, la separación de la Iglesia y de Dios de la autoridad civil, la educación secular[5] y el matrimonio civil. La nueva Iglesia, con un «mandato del Vaticano II», está haciendo campaña activamente para promover la secularización de los países católicos, como Italia e Irlanda. Lo que resulta en el orden práctico es que los comunistas, los francmasones y los adoradores de Satán son tratados en igualdad con la divina Revelación[6].

También resultan otras consecuencias. En el dominio de la moralidad, no se ha de abrazar ningún valor absoluto. Lo que se considera que es de mayor conveniencia para la mayoría de las gentes (a menudo una minoría bien organizada en la práctica) es lo que el Estado legisla, un proceso que permite que abominaciones tales como el aborto y la eutanasia devengan la «ley de la tierra». Aparte de esto, la moralidad privada está limitada solamente por la necesidad de proteger a los demás de los excesos de las pasiones de cualquier otro individuo. A esta nueva panorámica moral se le hace propaganda con el título de «ética de la situación», y encontramos así que la Sociedad Teológica Católica de América afirma sin recibir ningún desmentido oficial que la homosexualidad y el adulterio pueden considerarse aceptables en la medida en que sean, siguiendo los términos seudocientíficos de la psicología moderna, «autoliberadores, enriquecedores del otro, honestos, fieles, socialmente responsables, servidores de la vida y dichosos»[7]. Aquellos que exclamarán que tal afirmación es un «abuso» deberían considerar la enseñanza del Vaticano II en la que se instruye a los fieles a:

«compaginar los conocimientos de las nuevas ciencias y sus doctrinas y de los más recientes descubrimientos con la moral cristiana y con la enseñanza de la doctrina cristiana, para que la cultura religiosa y la rectitud de espíritu vayan en ellos al mismo paso que el conocimiento de las ciencias y de los diarios progresos de la técnica…»

Constitución Pastoral sobre la Iglesia en el mundo moderno—

Gaudium et Spes

No puede haber nunca «Alegría y Esperanza» en semejante enseñanza, como cualquiera que es una víctima de la tecnología moderna sabe bien.

Más allá de esto, toda jerarquía en valores, en personas y en función ha de ser eliminada. (En la práctica, aquellos que están establecidos por Dios y basados en la «ley natural» son eliminados en favor de aquellos que son establecidos por una sociedad adinerada o por el Estado). Al igual que en el orden intelectual, las «cadenas» de la Revelación fueron rechazadas en nombre del «pensamiento libre» y de la «razón sin trabas», lo cual ha resultado en que algunas de las ideas más bajas conocidas por la historia de la humanidad sean aceptadas como «normales», así también en el dominio político, habiendo rechazado los reyes todo control proveniente de la «autoridad espiritual» legítima, fueron a su vez destruidos por los intereses monetarios —poderes que a su vez son nuevamente amenazados por fuerzas todavía más bajas. Un falso «igualitarismo» (todas las almas son en verdad de igual valor a los ojos de Dios) que querría hacer de los «denominadores comunes más bajos» en todos los dominios los criterios sobre los cuales hemos de basar nuestros juicios de valor está siendo impuesto a la sociedad[8]. Así, por ejemplo, se desacredita el hecho de que un sacerdote es un hombre puesto aparte con especiales privilegios e incluso con mayores responsabilidades. Bajo el grito de «colegialidad», los obispos se entrometen en la autoridad papal. Las conferencias de sacerdotes son creadas para rivalizar con la autoridad de los obispos. Al laicado se le predica un falso concepto del «sacerdocio del Pueblo de Dios» (un tópico favorito de Lutero), el cual les permite reclamar la autoridad del clero, y la estructura «jerárquica» de los santuarios es así demolida en gran medida a fin de que en lugar de arrodillarse ante la barandilla del altar, el laicado sea invitado a «sentarse en torno» a la «mesa», a manipular los vasos sagrados y a juntarse al «presidente» en la «comida eucarística» como a un igual. Nada satisfará a las fuerzas de la rebelión hasta que el «lumpen proletariado» gobierne el mundo, y los más bajos conceptos del hombre embrutecido (como los «gulags» de Rusia, los campos de exterminio de Hitler, o la aceptación del aborto y de la eutanasia) devengan la norma estadística del pensamiento idóneo. El tema central de Satán será siempre «libera a Barrabás y crucifica a Cristo» —un legalismo perfectamente «democrático» y un ejemplo clásico de cómo una pequeña minoría es capaz de influenciar el «voto popular» para sus propios fines siniestros.

Ahora bien, la jerarquía de la nueva Iglesia querría tener un aggiornamento con todos estos conceptos. Es verdad que no los abrazan en su forma extrema, pero se han aceptado los principios. Es un viejo sueño de la humanidad el que uno pueda jugar con fuego sin llegar a quemarse —el que Cristo y Barrabás puedan llegar a un arreglo y «coexistir», y el que uno pueda «estar en misa y repicando». El problema es que, una vez que se han aceptado los principios, las consecuencias deben seguirse inevitablemente. Aquellos que han querido «revolucionar» la Iglesia haría bien en recordar la advertencia del illuminato jacobino (francmasón) Saint Just que fue un dirigente de la Revolución francesa: «¡Quienquiera que se detiene a mitad de camino en la revolución cava su propia tumba!». Y tenemos así un mundo moderno desgarrado y caótico, un mundo que, en la fraseología del historiador, es «poscristiano»; y en la del psicólogo, un mundo que está «alienado»; un «mundo de tiburones» que anda a la caza de todo excepto de «lo único necesario». ¿Y, qué papel se deja representar a la nueva Iglesia en un mundo semejante? Esta es la pregunta que se le plantea al modernista que querría conservar al menos la apariencia de sus raíces cristianas[9]. La respuesta yace en la «unidad», en una humanidad dedicada al «nuevo humanismo», a una «cultura universal» actuando al unísono para edificar un «mundo mejor» en el futuro[10].

La función de la nueva Iglesia es ser un «catalizador» para esta unidad —«La Iglesia es una especie de sacramento de íntima unión con Dios, y de unidad de toda la humanidad, es decir, es un signo y un instrumento de tal unión y unidad… Al final de los tiempos, ella logrará su glorioso cumplimiento. Entonces… todos los hombres justos desde la época de Adán serán congregados juntos con el Padre en la Iglesia universal». Nótese en estas afirmaciones, tomadas del Vaticano II, la ambigüedad y el milenarismo disfrazado. Continúan. Por supuesto, la Iglesia «reconoce que se han de encontrar elementos valiosos en los movimientos sociales de hoy, especialmente una evolución hacia la unidad», y de aquí que deba juntarse y alentar a todos esos «elementos», y que deba «suprimir todo motivo de división a fin de que el género humano completo pueda ser introducido en la unidad de la familia de Dios». En otras partes también se nos dan más vislumbres dentro de esta propuesta unidad. «La reciente busca psicológica explica la actividad humana más profundamente. Los estudios históricos hacen una notable contribución para llevar el hombre a ver sus cosas en sus aspectos cambiantes y evolutivos. El género humano ha pasado de un concepto de la realidad más bien estático a otro más dinámico y evolutivo… Así, poco a poco, se está desarrollando una forma de cultura humana más universal que promoverá y expresará la unidad del género humano… La Iglesia reconoce, además, que se han de encontrar elementos valiosos en los movimientos sociales de hoy, especialmente una evolución hacia la unidad, un proceso de sana socialización y de asociación en los dominios económico y cívico… Es un hecho que toca a la persona misma del hombre, el que el hombre pueda llegar a una humanidad auténtica y plena solamente a través de la cultura[11], es decir, a través del cultivo de los bienes y de los valores naturales… La Iglesia cree poder contribuir grandemente a hacer más humana la familia del hombre y su historia… Somos testigos así del nacimiento de un nuevo humanismo, un humanismo en el cual el hombre se define ante todo por su responsabilidad hacia sus hermanos y hacia la historia». (Todas estas citas están tomadas del Vaticano II). Ahora bien, todas estas afirmaciones falsifican la naturaleza y los verdaderos fines del hombre, así como la función de la Iglesia. Además, están basadas sobre una variedad de suposiciones de estrechas miras y de sociología teórica, que no tienen ninguna base de hecho, tales como el «progreso» inevitable del hombre, su carácter «dinámico» y «evolucionista»[12], y la idea de que estamos de hecho «construyendo un mundo mejor»[13]. Sin embargo, es justamente sobre estas falsas bases donde la nueva Iglesia querría encontrar su concepto de «unidad». Como ha dicho Pablo VI «ha llegado el tiempo para toda la humanidad de unirse en el establecimiento de una comunidad que es a la vez fraternal y mundial… La Iglesia, respetando la pericia de los poderes mundanales, debe ofrecer su asistencia a fin de promover un humanismo pleno, es decir, el completo desarrollo del hombre entero, y de todos los hombres… debe ponerse a sí misma a la vanguardia de la acción social. Debe aumentar todos sus esfuerzos para apoyar, fomentar y hacer brotar esas fuerzas que trabajan para la creación de este hombre integrado. Tal es el fin que la (nueva) Iglesia tiene intención de llevar a cabo. Todos los católicos (posconciliares) tienen la obligación de ayudar a este desarrollo de la persona total junto con sus hermanos naturales y cristianos, y con todos los hombres de buena voluntad». ¿Y por qué Montini se entregó a su suerte con tales ideas? «Porque —como ha dicho él mismo en muchas ocasiones— tenemos confianza en el hombre, porque creemos en esa fuente de bondad que hay en cada uno y todos los corazones»[14]. ¡Rousseau no podría haberlo dicho mejor!

Según Brian Kaiser, Juan XXIII veía la unidad cristiana como un precursor necesario a la «unidad de todos lo hombres». Es, por así decir, el primer paso que ha de ser cumplido. Es así como los periti en el concilio, deseando destacar las similitudes en lugar de las diferencias, desarrollaron el concepto de la «comunión imperfecta». Las diversas comunidades cristianas que están «fuera de la comunión plena» con la Iglesia Católica deben ser integradas en ella. «Todos aquellos que creen en Cristo (nunca se especifica si como Dios o como un «dirigente honesto») y que han recibido el bautismo, están en una cierta comunión con la Iglesia Católica, aunque no en una comunión perfecta». Contienen «elementos» tales como «la Palabra de Dios escrita, la vida de la gracia, las virtudes teológicas y los dones interiores del Espíritu Santo», y de aquí que «la Iglesia está vinculada con ellos por varias razones». Es ante todo con estos grupos con los que ha de establecerse la «unidad»[15].

Lo que se pierde de vista es que la razón por la cual los protestantes carecen de unidad «perfecta» se debe a que ellos rechazan la plenitud de la fe, y a que aceptan, en diversos grados, todo el espectro liberal de falsas ideas que hemos destacado en los párrafos precedentes[16]. En cualquier caso, la «unidad» con los protestantes por parte de la verdadera Iglesia Católica es una pura quimera. Prescindiendo del hecho de que es el «hijo pródigo» el que debe retornar al «seno del padre», y no a la inversa, no hay dos protestantes, ni siquiera dentro de una confesión determinada, que estén plenamente de acuerdo —salvo por casualidad— sobre lo que deberían creer. Entre ellos, cada matiz, grado y variedad de creencia en la dispensa cristiana encuentra fácil acomodo. Uno casi puede hablar de una «escala deslizante» de descreimiento que encuentra su única «unidad» posible «protestando» contra la plenitud de la fe. Y, sin embargo, es para dar acogida a tales grupos por lo que la Iglesia posconciliar ha cambiado sus doctrinas y su liturgia. Destaquemos, además, que estos cambios han sido hechos todos en una única dirección. ¿Qué doctrina de la Iglesia tradicional han aceptado las múltiples «comunidades eclesiásticas», que anteriormente habían rechazado? Absolutamente ninguna. ¿Qué tradiciones eclesiásticas han adoptado nuestros «hermanos separados»? De nuevo, absolutamente ninguna. Y, sin embargo, véanse las muchas tradiciones que la Iglesia neoprotestante del Vaticano II ha abandonado, o si no rechazado positivamente, sí al menos permitido que caigan en desuso. ¿En qué se parece la «casa del culto» protestante a los santuarios que nosotros conocimos de niños, y en qué se distingue la Iglesia neomodernista posterior al Vaticano II de la de cualquier secta de la Reforma. Como ha señalado Michael Davies con respecto a los diferentes compromisos efectuados con los anglicanos: «El acuerdo sobre la Eucaristía y el Ministerio no afirma la posición católica ni en un solo punto donde esta se encuentre en conflicto con el protestantismo». Y, sin embargo, debemos admitir que se ha logrado un cierto tipo de «unidad» entre la Iglesia posconciliar y las diversas «comunidades eclesiásticas» reformadas. La razón es clara. La Iglesia posconciliar misma es una Iglesia «neoprotestante» —en realidad, es «la Iglesia de los modernistas de última hora».

Aquellos que querrían dudar todavía sobre la naturaleza de los compromisos que se han hecho en esta dirección no tiene más que considerar las declaraciones oficiales de la nueva Iglesia. Con respecto a la liturgia, por ejemplo, Pablo VI nos dice que los cambios se hicieron por dos razones —«para ponerla en línea con la Escritura» y por «razones pastorales». Él nunca especificó personalmente cuáles fueron esas «razones pastorales», pero la respuesta puede encontrarse en otros documentos.

Así, se afirma en la «Carta a los presidentes de los concilios nacionales de obispos concerniente a las plegarias eucarísticas», un documento oficial de la «Sagrada Congregación para el Culto Divino»:

«La razón por la cual se ha ofrecido semejante variedad de textos (en el Novus Ordo), y el resultado final que se ha pretendido lograr con tales formularios nuevos, son de naturaleza pastoral: a saber, reflejar la unidad y  la diversidad de la plegaria litúrgica. AL USAR LOS DIVERSOS TEXTOS CONTENIDOS EN EL (nuevo) MISAL ROMANO, LAS DIFERENTES COMUNIDADES CRISTIANAS, CUANDO SE REÚNEN PARA CELEBRAR LA EUCARISTÍA, SON CAPACES DE SENTIR QUE ELLAS MISMAS FORMAN LA IGLESIA UNA QUE ORA CON LA MISMA FE, QUE USA LA MISMA PLEGARIA. Además, devienen uno en su capacidad para proclamar el mismo misterio de Cristo en diferentes modos —especialmente cuando se usa la lengua vernácula.»

Aquí está, entonces, la razón para los cambios. Es promover la «unidad» de todos los cristianos «que oran con la misma fe», y que proclaman «el mismo misterio de Cristo» en diferentes modos. El único problema es que la «fe» implicada no es la Fe católica, y que el «misterio» implicado no es el «recurrente sacrificio incruento del Calvario». Si fuera así, los «hermanos separados» devendrían simplemente católicos[17].

Este clamor en pos de una falsa unidad con aquellos que rechazan la enseñanza de la Iglesia tradicional, e incluso el corpus entero de la cristiandad, este deseo de estar en la «vanguardia» de las fuerzas sociales que están creando el «nuevo humanismo», la «sana socialización» de la humanidad, y la «cultura universal» del futuro, es la razón por la cual la Misa tradicional tenía que ser suprimida y reemplazada por una parodia. Por esto es por lo que la nueva «misa» no enseña nunca claramente la doctrina de la Presencia Real. Por esto es por lo que las sectas no católicas, e incluso las sectas anticatólicas, no tienen ninguna objeción en usarla. Por esto es por lo que la prensa liberal la aprueba, y por esto es por lo que el mundo la ama.

Todo tiene que ser sacrificado a este fin —incluso las sagradas Especies. La Eucaristía ha de devenir ahora el «Sacramento de la nueva unidad». Puede ser llamada bendición, la cena del Señor, la mesa del Señor, la memoria del Señor —pero nunca con esa ofensiva palabra de «Transubstanciación». Léase completa la Constitución Apostólica de Pablo VI sobre la nueva «misa» y se comprobará que esta palabra consagrada ¡no aparece ni una sola vez! Es así como Montini dice: «La Iglesia Católica está determinada a continuar y a intensificar su contribución al esfuerzo común de todos los cristianos en pos de la unidad…» (No los esfuerzos de los católicos en amor y caridad para hacer que los protestantes retornen a la unidad). Y es así, también, como ha expresado la esperanza de que «venga pronto el día en que la unidad de todos los cristianos sea celebrada y sellada en una Eucaristía concelebrada». Así lo exigen tanto la «vocación comunitaria» de la humanidad como la «historia de la salvación».

Juan XXIII nos había dicho que «serían necesarios algunos sacrificios a fin de lograr la unidad». Pablo VI y la  Iglesia posconciliar nos han aclarado justamente lo que son estos sacrificios. Ellos conllevan el sacrificio de lo que en esencia puede ser llamado «la Tradición cristiana».


[1] Aquellos que proclaman a voz en grito que la función de la Iglesia es «servir» harían bien en considerar estas palabras de Chesterton: «Lo que ocurre con el culto del Servicio es que, como tantas nociones modernas, es la idolatría de lo intermedio hasta el olvido de lo último. Es como la jerga de los idiotas que hablan sobre la Eficiencia sin ninguna crítica del Efecto. El pecado del servicio es el pecado de Satán: el de intentar ser el primero donde sólo puede ser el segundo. Una palabra como Servicio ha sustraído la sagrada letra mayúscula de la cosa a la cual una vez se suponía que servía. Hay un sentido en servir a Dios, e incluso más controvertido, hay un sentido en servir al hombre; pero no hay ningún sentido en servir al Servicio… El hombre que se apresura en la calle agitando sus brazos y anhelando algo o alguien a quien servir probablemente caerá en el primer tugurio o guarida de ladrones y de usureros, y se encontrará sirviéndolos industriosamente».

[2] «En mi opinión», dice Malcolm Muggeridge, «si se apostaran hombres a las puertas de la Iglesia con látigos para arrastrar a los fieles fuera, o dentro de las órdenes religiosas específicamente para desanimar las vocaciones, o entre el clero para extender la alarma y el desaliento, no podrían esperar ser tan efectivos en el logro de estos fines como lo son las tendencias y políticas que parecen dominantes ahora dentro de la Iglesia». (Something Beautiful For God).

[3] Satán ha prometido siempre a sus seguidores una falsa «libertad». Como la serpiente dijo a Eva, «y seréis como dioses». San Pablo nos advierte contra aquellos que querrían «prometer libertad a los hombres, mientras que ellos mismos son siervos de la corrupción» (2 Ped. 2, 19). Sto. Tomás de Aquino nos enseña que «el fin que el diablo se propone es la rebelión de la criatura racional respecto de Dios… Esta rebelión con respecto a Dios es concebida como un fin, en tanto que es deseada con el pretexto de la libertad (o autonomía)» (Summa IIIa P., Q. 8, a.1). Cristo nos prometió que la Verdad —Su Verdad— nos haría libres. En ninguna parte en la Escritura se nos dice que la Libertad, como el hombre moderno comprende este término, nos vaya a llevar a la Verdad. Como han dicho Jean Paul Sartre y el anarquista Bakunin: «Si Dios existe, yo no soy libre. Pero yo soy libre, ¡por lo tanto Dios no existe!».

[4] La Historia está llena de ejemplos de cómo pequeños grupos de presión pueden manipular la «voluntad popular». La nueva Iglesia misma es un perfecto ejemplo de ello. Los modernistas se han infiltrado y «capturado» sus «órganos» mientras proclaman que la Iglesia ha sido «democratizada», y mientras claman a gritos que ellos mismos no cumplen sino «la voluntad del Pueblo de Dios». Todas las protestas son ignoradas y se hace uso de todo método psicológico conocido por el hombre para hacer cómplices a los fieles.

[5] Asumir que la «educación secular» es «neutral» en el amplio sentido de la palabra es absurdo. A los niños se les inculcan desde la infancia las ideas pseudoreligiosas de los filósofos liberales, y se les prepara de todas las formas posibles a aceptar un mundo que es vano e incluso estúpido. El «éxito», no la «santidad», deviene el «ideal». Cuando completan una educación universitaria, o se suman al «sistema» o son rechazados como «inadaptados». Pocos escapan a los efectos devastadores de la educación secular, cuyo objetivo confesado es enseñar a los hombres a «pensar por sí mismos», en lugar de a «pensar correctamente». El resultado final es que la gran mayoría no piensa en absoluto (se dice que el norteamericano corriente ve la televisión ¡60 horas a la semana!). Para los modelos tradicionales, el hombre moderno es probablemente el más ineducado que haya vivido nunca sobre la faz de la tierra. Puede ser «literado», pero es «ignorante». De paso, nos gustaría llamar la atención sobre la destrucción casi total de los institutos de educación católica que ha venido detrás del concilio Vaticano II.

[6] La idea de que la Iglesia con su «mandato del cielo» y con sus enseñanzas bien definidas aplicables al orden económico, social y político, debe tomar semejante posición «liberal» es verdaderamente extraordinaria y un insulto a su fundador, «Cristo Rey». ¿Entonces, qué forma de gobierno civil debe fomentar la Iglesia Católica? Debería comprenderse claramente que la Iglesia tradicional no considera ninguna forma de gobierno político específicamente en sí misma y por sí misma (ex se) como «mala». Las diversas formas de gobierno pueden ser perfectas e integralmante católicas (suponiendo, por supuesto, que no están basadas sobre principios contrarios a la ley natural y divina). Con tal de que acepten, más allá de su propia soberanía, la soberanía de Dios; con tal de que confiesen que derivan su autoridad de Él; con tal de que reconozcan como la base del derecho público la suprema moralidad de la Iglesia y su derecho absoluto en todas las cosas dentro de su propia competencia, entonces son gobiernos verdaderamente católicos, cualquiera que sea su forma efectiva y «accidental». Un gobierno, sea cual fuere su forma, es católico, a condición de que su constitución, su legislación y su política estén basados sobre los principios católicos.

Ha de admitirse que toda forma de gobierno está sujeta a abusos por parte de los individuos que están en una posición de poder. Sin embargo, es solamente en un gobierno que reconoce los principios encarnados en una perspectiva católica donde uno puede esperar encontrar como prevalecientes la Justicia y la Verdad. Los dirigentes de tal gobierno «gobiernan», no en nombre «del Pueblo», no en nombre de algunos «grupos de poder» económicos o políticos, sino en nombre de Dios. Son los representantes de Dios en el poder civil en lugar de los representantes de algún grupo privado (bien sea aristocrático o democrático). Pueden ser juzgados por un patrón absoluto en todo lo que hacen. Gobiernan por «derecho divino» —y no por una autoridad humana. Como ha enseñado Platón, el rey que subvierte este «derecho divino» —la base de su autoridad— a sus deseos o «derechos» personales deviene un «déspota» y un dictador. Esto es de hecho lo que devino Enrique VIII. Lo mismo es verdad por reflejo en el orden sagrado. Cuando se nos imponen ritos falsos por aquellos que detentan la cátedra de San Pedro, entonces estos gobiernan, no por «derecho divino», sino por sus propios derecho privados —son de hecho culpables de la más despreciable forma de despotismo.

Finalmente, el concepto de que la «libertad de conciencia y de culto es el derecho propio de cada hombre y debería ser proclamado y afirmado por la ley en toda sociedad correctamente establecida…» fue condenado específicamente por el Papa Pío en su encíclica Quanto Cura, y fue calificado con toda propiedad como «demencia» por el Papa Gregorio XVI. Ni los anglicanos en su día, ni los comunistas hoy, querrían proveer a la Iglesia con tales garantías. Esto no significa que la Iglesia sea «intolerante» con aquellos que discrepan de ella hasta el punto de forzarlos a aceptar su fe (pues tal cosa está prohibida por el Canon de la ley). Y, sin embargo, sí significa que ella es intolerante con el error y que está obligada a hacer todo lo razonable para impedir su propagación entre los fieles. Es una ofensa a la divina Realeza de Cristo garantizar a los enemigos de la Iglesia, como lo hace el Vaticano II, el derecho «a organizarse libremente, a crear organizaciones caritativas y sociales, educacionales y culturales», cuando el propósito confesado de tales es el propósito confesado de atacar y destruir a la Iglesia. Una cosa es tolerar el error, y otra completamente diferente es fomentar y garantizar su existencia permanente. Además, la Iglesia está en la existencia para garantizar la posibilidad de la «liberación del error», y no para garantizar nuestro derecho y «libertad para estar en el error».

Esta doctrina se enseña llanamente en la encíclica Immortale Dei de León XIII, «Sobre la Constitución cristiana de los Estados». Otra excelente fuente de información sobre las enseñanzas de la Iglesia es el libro The Mystical Body of Christ and the Reorganization of Society, por el Rev, Denis Fahey, Regina, Dublín, Irlanda, 1978.

[7] Abogar por una moralidad que no tiene otro fin que el de «no hacer a los demás lo que uno no desea para sí mismo», o el de mantener el status quo de lo que se califica como el «contrato social», está destinada a caer por su base. Para un católico la moralidad no implica solamente someterse a las leyes eminentemente racionales establecidas por Dios (según están incorporadas en el Decálogo), sino que es también predispositiva a la vida espiritual. Es así como el pecado mortal le priva a uno de la gracia santificante, tampoco es meramente un medio efectivo de mantener la paz en el orden social. Más bien es un medio importantísimo de cumplir los fines propios del hombre.

[8] Es verdad que todos los hombres son iguales en «esencia», que todos serán juzgados por Dios y que todas y cada una de las almas es preciosa para su Hacedor. Pero los individuos no son iguales en mérito y no serán iguales en gloria; no son iguales en conocimiento, en inteligencia, en sentido común y sabiduría. Como ha señalado Nesta Webster en su excelente libro sobre la Revolución francesa, «Es dudoso, ciertamente, que la libertad y la igualdad puedan existir juntas, pues mientras que la libertad consiste en permitir que todo hombre viva como mejor le plazca y en que haga lo que quiera con lo suyo, la igualdad necesita un perpetuo sistema de represión a fin de mantener las cosas al mismo nivel muerto». Como ha dicho León XIII, «esa igualdad ideal sobre la cual (los modernistas) edifican sueños agradables, sería en realidad la nivelación por lo bajo de todo en una condición semejante de miseria y de degradación». La enseñanza de la Iglesia está bien resumida por Pío XII: «En un pueblo digno de este nombre las desigualdades que no están basadas sobre el capricho, sino sobre la naturaleza de las cosas… no constituyen un obstáculo a … un verdadero espíritu de unión y de hermandad. Por el contrario, están tan lejos de perjudicar la igualdad civil como lo muestra su verdadero significado, a saber que… todo el mundo tiene el derecho de vivir honorablemente su propia vida personal en el lugar y en las condiciones en las cuales… le ha puesto la Providencia» (Mensaje de Navidad, 1944).

El único modo posible de que la igualdad devenga una realidad en el dominio social es que los hombres estén sujetos a la más severa forma de despotismo. El único modo posible en el cual los ideales en conflicto de la libertad y de la igualdad pueden ser resueltos es sobre la base de la «justicia». Ahora bien, la justicia a su vez, a menos que permitamos que sea definida por la «opinión privada» de individuos o de grupos (déspotas o el Estado), si es que ha de tener algún carácter «objetivo» en absoluto, nos hace regresar a las enseñanzas de la Iglesia relativas al orden social. O bien nos esforzamos en «edificar la ciudad de Dios» sobre la tierra, o bien nos sometemos a lo que debe devenir eventualmente una esclavitud inmisericorde. Si compramos las ideologías del mundo moderno (como lo ha hecho el Vaticano II), entonces «no tenemos nada que ganar sino nuestras cadenas».

[9] El liberalismo es una doctrina creada por individuos que estaban fuera de la Iglesia, y que, en el orden práctico, dio nacimiento a la moderna democracia secular (el gobierno «desde abajo», en vez de «desde arriba»), y a un sistema que, como ha dicho León XIII, «impone sobre millones de trabajadores un yugo poco mejor que la esclavitud». El modernismo surgió dentro de la Iglesia (tanto Loisy como Tyrrel fueron sacerdotes y pretendieron ser «católicos»), y puede ser considerado como la aplicación de estos mismos principios a la Iglesia misma. Como afirma John McKee, «Si la teología es la fe buscando comprender, el modernismo es el descreimiento buscando reposo». Un modernista es un hombre que ha perdido la fe, por lo tanto al cambiar los dogmas tradicionales, como hace, tiene que llenarlos con un nuevo contenido, «plus ça change, plus c’est la même chose» (The Enemy Within The Gate —Lumen Christi, Houston, Texas, 1974).

Los filósofos modernistas intentan justificar sus creencias liberales en términos que ellos piensan que la Iglesia encontrará aceptables —de aquí que apelen a la inmanencia (la idea de que el fundamento de la fe debe ser buscado en un sentido interno que surge de la necesidad de Dios que tiene el hombre —«que brota de la profundidad de la inconsciencia bajo el impulso del corazón…»); a la «crítica histórica» como un medio para comprender la Escrituras, y a la justificación de los dogmas como «símbolos» y de los sacramentos como «signos que alimentan la fe». Como ha dicho M. Loisy, «los modernistas confesos forman un grupo de hombres de pensamiento muy definido, unidos en el común deseo de adaptar el catolicismo a las necesidades intelectuales, morales y sociales de hoy». Para citar  Il Programmma dei Modernisti, «Nuestra actitud religiosa está gobernada por el único deseo de ser uno con los cristianos y católicos que viven en armonía con el espíritu de la época». Por mucho que puedan disgustar los términos, la Iglesia posconciliar es claramente una Iglesia «reformada», «protestante», «liberal» y «modernista».

[10] Hemos mostrado ya que las ideas de la Revolución francesa de «libertad» y de «igualdad» han sido abrazadas por la Iglesia posconciliar. El tercer aspecto de esta falsa ideología, la «fraternidad», se muestra manifiestamente bajo el disfraz de la «unidad». Ahora bien, esta trilogía errónea ha sido condenada inequívocamente por toda una serie de Papas que comienza a partir de S. Pío V y que incluye a Pío VII, Gregorio XVI, Pío IX, León XIII y S. Pío X. Y, sin embargo, a pesar de esto encontramos al Padre Avril, que ataca con gran violencia en un artículo a Mons. Lefebvre, afirmando que «el eslogan “Libertad, Igualdad, Fraternidad” es en sí mismo magníficamente cristiano» (L’Express, París, 6 de Septiembre de 1976). Por supuesto, los francmasones están encantados. Ver Parte V, nota 28.

[11] En otras partes los documentos nos dicen que «el hombre es el autor de su propia cultura», y que es «a través de su trato con los demás, a través de los deberes recíprocos, y a través del diálogo fraternal», como el hombre «desarrolla» todos sus dones y es capaz de «elevarse a su destino». A aquellos que crean que estas citas están tomadas fuera de su contexto se les invita a leer el original —especialmente La Iglesia en el mundo moderno.

[12] En Contra Teilhard de Chardin, Titus Burckhardt dice: «La objeción principal a la doctrina evolucionista de Teilhard de Chardin es como sigue: Si la facultad espiritual del hombre —la «facultad noética» del hombre como la llama Teilhard de Chardin— es meramente una fase de la evolución biológica continua —o de una involución— la cual, vista como un todo, puede ser comparada a una curva o a una espiral, entonces esta fase no puede salirse del conjunto y decir: yo soy parte de una espiral. Todo lo que una facultad dependiente de la evolución, como esta, podría percibir o expresar alguna vez estaría igualmente sujeto a la evolución, y esto conduce al punto de vista marxista de que no hay ninguna verdad, sino solamente el pragmatismo y utilitarismo biológicos. Es aquí donde la teoría de Teilhard se desmorona completamente.

»El espíritu humano tiene de hecho la facultad de situarse fuera del cambio biológico, de ver las cosas objetivas y esencialmente, y de hacer juicios. Teilhard de Chardin confunde las facultades cerebral y noética. El Nous (= Intelecto = Espíritu) no es lo mismo que la actividad del cerebro; este trabaja sobre algo, mientras que el primero juzga y conoce. La facultad verdaderamente espiritual —que discrimina entre lo verdadero y lo falso, y que distingue entre lo relativo y lo absoluto— está vinculada al plano biológico, hablando metafóricamente, como lo está la vertical a la horizontal; pertenece a otra dimensión ontológica. Y precisamente porque esta dimensión tiene su lugar en el hombre, este no es una aparición biológica efímera, sino un centro absoluto en este mundo físico y terrenal, a pesar de todas sus limitaciones orgánicas. Esto está indicado también por la facultad del habla, que pertenece solo al hombre, y que precisamente presupone la capacidad objetivar las cosas, de colocarse uno mismo detrás y más allá de las apariencias.

»La absoluteidad terrestre del estado y de la forma humanos está confirmada también por la doctrina de la encarnación del verbo de Dios —una doctrina que, en el sistema de Teilhard, pierde todo su significado. Si el hombre posee fundamentalmente la capacidad de conocer a Dios, es decir, si el cumplimiento de la función que es suya por definición es una vía hacia Dios, entonces sobre el plano biológico no hay ninguna ocasión para un superhombre. Sería un pleonasmo.

»¡Pobres santos! Vinieron con un millón de años de antelación… Ninguno de ellos, sin embargo, habría aceptado nunca la doctrina de que Dios podría ser alcanzado biológicamente, o incluso a través de la búsqueda científica colectiva…

»Y vuelvo así a mi principal objeción: según el sistema de Teilhard, la facultad “noética” del hombre está vinculada a la biogénesis no como el ojo está vinculado a las demás partes humanas, sino más bien como una parte de un proceso está vinculada al proceso entero —y esto es algo enteramente diferente. El ojo puede ver a los demás miembros y órganos, aunque sea sólo en un espejo, pero una parte de un proceso nunca puede ver el proceso entero del cual es una parte. Esto ya ha sido dicho por Aristóteles: quienquiera que afirma que toda cosa está en una corriente jamás puede probar su aserción, por la simple razón de que no puede apoyarse sobre nada que esté en la corriente; es pues autocontradictorio.»

[13] Es la creencia comunista en el «progreso», o más bien en el «futurismo» la que les lleva a matar a millones de individuos que ellos piensan que se interponen en la vía de este mundo futuro. Los «enemigos del Estado» son de hecho «enemigos del progreso». Las ineluctables «fuerzas dinámicas de la historia» aparentemente necesitan ser ayudadas en su avance —todos los «revisionistas» y «obstruccionistas» debe ser eliminados. Es así también como el Vaticano II enseña que la nueva Iglesia debe «suprimir todo motivo de división a fin de que todo el género humano pueda ser introducido en la unidad de la familia de Dios».

[14] Doc. Cath. Nº 1576 y 77.

[15] Carlo Falconi en su libro Pope John and the Ecumenical Council, nos dice que Juan XXIII buscaba «nuevas relaciones entre la Iglesia Católica y las demás confesiones cristianas, y todas las demás religiones, o “el ecumenismo de los tres estados” (unidad entre los católicos, los cristianos y todos los espíritus religiosos). En su opinión la unificación del mundo y su pacificación, los problemas más vitales de la humanidad contemporánea, necesitan tener para su rápida solución el apoyo y el estímulo inmediato de un denominador común único —LA RAZÓN COMBINADA CON LA RELIGIÓN NATURAL. De aquí la revolución real, evidente inclusive en su lenguaje introducido por él en la técnica de las encíclicas y en el método de conducir el diálogo entre la Iglesia y el mundo».

[16] No es mi intención en este libro tratar del protestantismo como tal, excepto en la medida en que lo requiera la defensa de la «sana doctrina y de la pura fe». Por otra parte, por citar a Chesterton, no tengo ninguna intención de usar «ese peculiar arte diplomático y lleno de tacto de decir que el catolicismo es verdadero, sin sugerir ni por un momento que el anticatolicismo es falso…». San Pedro Julián Eymard expresa bien el pensamiento de la Iglesia cuando afirma:

«A menudo dice la gente “Es mejor ser un buen protestante que un mal católico”. Esto no es verdad. En el fondo eso significaría que uno puede salvarse sin la verdadera Fe. No, un mal católico sigue siendo un hijo de la familia, aunque sea pródigo, y por muy pecador que pueda ser, todavía tiene derecho a la misericordia. A través de su Fe, un mal católico está más cerca de Dios que un protestante, pues es un miembro de la casa, mientras que el herético no lo es. ¡Y cuán difícil es hacer que llegue a serlo!»

Efectivamente, el protestantismo difícilmente es una religión como tal, aparte del hecho de que representa la tendencia general del hombre moderno a «protestar» contra todo lo que la verdadera Iglesia representa. El credo protestante genuino hoy día apenas es sostenido por nadie —y todavía menos por los protestantes. Comenzó con la «fe sin obras» y ha acabado con las «obras sin Fe». El santo y seña de hay día es «No importa lo que un hombre crea, lo que importa es lo que hace. ¡Dadme un hombre que viva para sus camaradas! ¡Eso es cristianismo!». La mayor parte de los protestantes han perdido tan completamente la fe en los credos de Calvino y Lutero, que casi han olvidado qué fue lo que dijeron. (Ambos, por ejemplo, negaron la libre voluntad). En la práctica, incluidos bajo el término de protestantismo estarían, de hecho, aquellos que son agnósticos, ateos, hedonistas, paganos (en el sentido de no tener ninguna religión), místicos independientes, investigadores psíquicos, teístas, teosofistas, seguidores de cultos orientales y buenos camaradas joviales que viven como bestias que perecen. Finalmente, muchos protestantes (queriendo decir luteranos, calvinistas, presbiterianos, etc…) viven vidas de hecho mucho más buenas de lo que su teología o ideales les habrían inculcado, pues sus vidas se manifiestan con muchas «buenas obras» que ellos hacen sin ninguna razón concebible (si tomamos su teología seriamente). Los católicos, por otra parte, para usar las palabras de Sto. Tomás Moro, ven «tan grande el deber del hombre hacia Dios que muy pocos le sirven como deberían». Solo los santos de algún modo se acercan en sus vidas a los ideales a los que aspira un católico (nuevamente aquí, si tomamos su teología seriamente).

[17] Ya hemos presentado evidencia de que el arzobispo «francmasón» Bugnini fue el arquitecto principal de la nueva «misa». Fue él quien encabezó el «concilium» que fue responsable de su creación. Ahora bien, él mismo nos cuenta en su periódico Notitiae, que la intención y la razón para su creación eran introducir la nueva «forma de la liturgia romana en los usos y mentalidades de cada Iglesia particular», lo cual quiere decir, crear un servicio que pueda usar cualquier «comunidad eclesiástica».

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