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La Gran Triada

CONSIDERACIONES SOBRE EL SENTIDO ANAGÓGICO EN LA DIVINA COMEDIA III

La tinta de los sabios

El Esoterismo de Dante, en particular, pero también los demás artículos que Guénon dedica a Dante y a los Fieles de Amor, cierran una exhortación a continuar la búsqueda, ya que tal trabajo de profundización, en la dirección correcta, podría tener un preciso valor iniciático. Hay en esta exhortación una insistencia que no se encuentra en las comparaciones con ningún otro autor occidental, signo evidente que Guénon considera la obra de Dante no sólo como esencialmente superior a las de otros, pero también particularmente apropiada a proveer una ayuda y un punto de apoyo a los occidentales para reencontrarse con aquella intelectualidad que la civilización moderna ya ha perdido. 

«En estas condiciones, se comprenderá sin esfuerzo que nuestras pretensiones se limiten a proporcionar un punto de partida a la reflexión de aquellos que, interesándose verdaderamente en estos estudios, son capaces de comprender su alcance real, y a indicarles la vía de algunas investigaciones de las que nos parece que se podría sacar un provecho muy particular. Así pues, si este trabajo tuviera como efecto suscitar otros en el mismo sentido, solo este resultado estaría lejos de ser desdeñable, tanto más cuanto que, para nosotros, no se trata con esto de erudición más o menos vana, sino de comprensión auténtica, y, sin duda, no es sino a través de medios de tal género, que será posible algún día hacer sentir a nuestros contemporáneos la estrechez y la pequeñez de sus concepciones habituales. La finalidad que tenemos así en vista es quizás muy lejana, pero no obstante no podemos a nosotros mismos evitar pensar y tender hacia ella, contribuyendo por nuestra parte, por débil que sea, a aportar alguna luz sobre un aspecto muy poco conocido de la obra de Dante»[1].

Y ahora queremos recordar la conclusión de su primer extenso artículo que toma como punto de partida el trabajo de Luigi Valli y donde la exhortación a proseguir los estudios son acompañados de importantes consideraciones sobre la particularidad del momento cíclico: «Parece que ha llegado el tiempo en el cual el verdadero sentido de la obra de Dante será finalmente descubierto; si las interpretaciones de Rossetti y de Aroux no fueron tomadas en serio en su época, quizás no es porque las mentes fuesen entonces menos preparadas de cuanto lo sean hoy, sino más bien porque estaba previsto que el secreto había tenido que ser guardado durante seis siglos (el Naros caldeo); el Sr. Valli habla a menudo de estos seis siglos durante los cuales Dante no  fue comprendido, pero evidentemente sin ver en ello algún significado particular, y ello prueba todavía más la necesidad, para los estudios de este género, de un conocimiento de las «leyes cíclicas» casi completamente olvidadas por el Occidente moderno.[2]»

Por otra parte, muchas analogías entre la obra de Dante y aquella de Guénon son de inmediata evidencia, en el momento en el cual nos esforzamos en profundizar una y otra, éstas se delinean todavía más claramente. Igualmente evidentes aparecen ciertas diferencias, que sobre todo dependen de las cambiantes condiciones del ambiente y de la forma mentis de los occidentales en dos épocas tan distantes entre sí. Sobre estas analogías y diferencias queremos detenernos un poco y presentar, al menos en grandes líneas, algunas consideraciones. 

La acentuación de los seis siglos que separan las dos obras resalta el carácter cíclico de la «función espiritual» que ellos desempeñan y manifiestan externamente. Ellos son la expresión de una fuerza espiritual que desciende para revivificar la enseñanza tradicional, y ofrecer una providencial posibilidad (se tomada o no) para una renovación, un renacimiento espiritual e intelectual. Las une el carácter «universal» en el sentido propio del término, la completitud de la exposición doctrinal, el carácter esotérico e iniciático.

Pero en Dante está la posibilidad de una lectura «polisémica», como decíamos anteriormente, hay también una enseñanza filosófica-teológica, en cierta medida «exterior», está la voluntad de una intervención en el ordenamiento de la sociedad humana, en el sentido tradicional de un modelo terreno reflejando los principios universales y celestes[3], aquello que era el gran objetivo de la civilización medieval, y que en cierto momento histórico parecía alcanzable.

La obra de Guénon se coloca en un contexto por demás diferente; no existe en el estado actual la posibilidad de una acción exterior que reconduzca a un orden tradicional y es netamente desaconsejada cualquier iniciativa de tipo político; si alguna cosa puede ser hecha para salvar a Occidente de la autodestrucción, será necesario primero un cambio de mentalidad y la constitución de una élite intelectual que no obstante, no debería operar con una acción externa, sino con una acción de presencia en el plano espiritual. Así podemos decir que la obra no tiene, como en Dante, también un aspecto exotérico, ésta es de carácter exclusivamente iniciático, esotérico y metafísico. Dante es un occidental (incluso si en muchos versos se inspira en Oriente). Y sin embargo también en la obra de R. Guénon está claramente presente la finalidad de proveer los medios intelectuales para una renovación espiritual que se irradie hacia el exterior, aportando un radical cambio que disipe las tinieblas en el cual está inmerso el mundo moderno; podemos por ejemplo citar, en Autoridad Espiritual y Poder Temporal: «jamás, ciertamente, la humanidad a quedado más alejada del “Paraíso terrestre” y de la espiritualidad primordial. 

¿Debemos concluir que este alejamiento es definitivo, que ningún poder temporal estable y legítimo regirá mas la tierra, que cada autoridad espiritual desaparecerá de este mundo, y que las tinieblas, extendiéndose del Occidente al Oriente, esconderán para siempre a los hombres de la luz de la Verdad? Si esta hubiese sido nuestra conclusión, no habríamos ciertamente escrito estas páginas, y por otra parte, mucho menos habríamos escrito ninguna de nuestras obras, dado que sería, bajo esta hipótesis, un hecho bien inútil; nos queda decir por qué no pensamos que pueda ser de esta manera.»

La enseñanza aportada por R. Guénon permanece sin embargo firmemente anclado en el punto de vista metafísico en el sentido más elevado del término; aunque hay muchas referencias a las ciencias tradicionales, el fin es siempre aquel de facilitar la comprensión de los principios sobre los que fueron fundados, no aquel de enderezar el desarrollo de tales ciencias,por otra parte en muchos casos ligados a iniciaciones ya desaparecidas. Pero el punto de vista es siempre esencialmente «central», y no se puede hablar propiamente de aspectos exteriores, hay en la obra de Guénon un importantísimo trabajo de carácter introductorio, sin el cual para los modernos la obra sería prácticamente ininteligible. Antes de construir, sobre bases sólidas, es necesario despejar el campo de los innumerables errores de la mentalidad moderna; existen oscuras selvas y una acumulación de construcciones desarmónicas en ruinas por demoler. Este trabajo es un poco su «infierno», en cuanto denuncia y disolución del error, para poder proceder hacia el «paraíso» de las obras más propiamente doctrinales y metafísicas. 

En lo que respecta a la forma de expresión, hemos visto anteriormente cómo Dante tenía en vista la constitución de una lengua que fuese la más idónea para expresar los conceptos de las doctrinas esotéricas, al menos en la medida en que las palabras pueden expresarlas. En cuanto a René Guénon, no se puede decir que crea un nuevo lenguaje, pero el problema de la elección de los vocablos es para el de capital importancia y es objeto de profunda reflexión. Si de la lengua, es por caso el francés, muchos términos pueden ser llevados a su significado original, perdidos en su acepción moderna, o bien adquieren un significado específico en cuanto elegirlos como los más adecuados para expresar ciertos conceptos de las doctrinas orientales que no tienen una correspondencia exacta en las lenguas occidentales. Así por ejemplo, el significado de  «metafísica» no se corresponde a aquel de la Escolástica; «tradición» no es en absoluto aquello que se entiende con este término en el lenguaje común; «exoterismo» es a menudo sinónimo de religión, mientras en los ambientes masónicos indica una actividad realizada fuera del trabajo de Logia, y así, muchos de los vocablos utilizados, de modo que si no se les atribuye la acepción exacta que el autor mismo precisa, no se puede entender el sentido del discurso y se cae inevitablemente en toda clase de equívocos. 

Réne Guénon es el primero (y también el único, en cuanto históricamente conocido) que en Occidente expone claramente, completamente y abiertamente la concepción iniciática de «realización espiritual»; y lo hace necesariamente exponiendo de manera orgánica e igualmente completas, las doctrinas metafísicas, cuya real y efectiva comprensión es toda una con la realización espiritual misma. Este es el gran hecho nuevo, verdad unicum en la historia intelectual del Occidente, y que sólamente al aproximarse el «fin de los tiempos» vemos ponerse de manifiesto. Esta gran obra es realizada con perfecto conocimiento de causa y en virtud de una «función» legada, por consiguiente, a la particular fase cíclica en la cual se encuentra actualmente la humanidad. Obra doctrinal y función espiritual al mismo tiempo que Guénon pone en práctica tomando como soporte las tradiciones orientales, la hindú en primer lugar, que más directamente de las otras desciende de la Tradición primordial, y que es también el punto de partida de su desarrollo espiritual personal, y la islámica, última tradición revelada, no sólo en sentido del más reciente, sino de la «final»[4].

El simbolismo es siempre el instrumento fundamental de la expresión y de la enseñanza, pero el sentido de los símbolos es explicado con la razón y con la lógica, al menos hasta el límite hasta el cual pueden arribar estas facultades. También si el recurso de los textos sagrados permanece indispensable, esto no es un asunto fideístico; se podría decir en este caso que, sólo quien  realmente comprende puede realmente creer, dado que es sólamente la posibilidad de la comprensión de la Realidad, teórica en primer lugar, pero susceptible de realización efectiva, el sentido final y verdadero de la obra.

Así, el lector, que haya antes que nada renunciado a los prejuicios de los modernos y que con intención sincera busca comprender, verá poco a poco tomar una llave interpretativa que le permitirá discernir  aquella verdades inmutables que se encuentran expresadas en todas las tradiciones en formas diferentes pero ahora bien identificable. En tal modo también los textos tradicionales, o los elementos tradicionales contenidos, de nuestro medioevo y de la antigüedad clásica podrán ser releídos y finalmente comprendidos.

El lector se verá liberado una vez y para siempre de las ataduras de la mentalidad profana y «académica», de la superficialidad de la crítica literaria, de las inútiles elucubraciones individuales de los filósofos, del estrecho dogmatismo exotérico, del escepticismo y de la obtusa mentalidad moderna, y aquellos mismos textos aparecerán con una luz nueva, incomparablemente más clara. Así será, en particular, para la obra de Dante de la cual, como escribe L. Valli: «la crítica “positiva” a cumplido el milagro de no poder comprender nada de toda esta poesía después de seis siglos de estudio!»

Por el contrario, con la llave de la comprensión adquirida gracias a la exposición doctrinal metafísica hecha en modo explícito por Guénon, se entenderán que también las afirmaciones de Dante eran igualmente explícitas. Aquello que primeramente podía parecer, y que a los «letrados» continuará pareciendo como metáfora, hipérbola, impulso místico, se verá expresado claramente, su total efectividad real y su preciso valor iniciático.

Transhumanar significar per verba

no se podría; pero el ejemplo baste

a quien vivirlo la gracia otorgue.

Par. I, 70 – 72

encender más nos debiera el deseo

de ver aquella esencia en que se ve

como nuestra natura y Dios se unen.

Allí se verá lo que tenemos por fe,

no demostrado, mas por sí mismo conocido

como la verdad primera en que el hombre cree.

Par. II, 40 – 45

No para lograrse bienes adquiridos

que no es posible, mas para que su esplendor

pudiese, resplandeciendo, decir Subsisto,

en su eternidad fuera del tiempo,

fuera de todo comprender, como le plugo,

se abrió en nuevos amores el amor eterno.

………………………………………………………………

Considera entonces la excelsitud y la grandeza

del eterno valor, puesto que tantos

espejos se ha hecho en que se espeja,

uno en si permaneciendo como antes.

Par. XXIX, 13-18, 142 – 145

Y recuerdo, que por ello más audaz

me hice a soportar tanto, que uní

mi mirada al valor infinito.

¡Oh abundante gracia por la que presumí

fijar la vista en la luz eterna,

tanto que la fuerza de la visión consumi!

En su profundo vi que se interna,

ligado con amor en un volumen,

todo lo que por el universo se desencuaderna;

Par. XXXIII, 79-87

            Uno de los fundamentales modos de proceder, en la obra de R. Guénon, es aquel que consiste en confrontar entre las enseñanzas de diversas tradiciones, aún las más alejadas entre ellas, y el conjunto de las concordancias relevadas, que podemos bien decir imponentes, lo que nos lleva a tomar conciencia de la unidad esencial de todas las tradiciones. Contemporáneamente, estas continuas comparaciones entre formas de expresión simbólicas diferentes, pero que presentan entre sí estrechas analogías, nos permiten considerar los conceptos doctrinales bajo múltiples puntos de vista, y son por lo tanto de gran ayuda para mejorar y profundizar la comprensión, pasando un poco a la vez de las expresiones exteriores al núcleo de aquellas verdades que son en sí mismas independientes de cualquier forma particular. 

            Por parte de Dante, la realidad de la existencia y del valor efectivo de tradiciones orientales, o en todo caso diferentes de aquella cristiana, no habrían podido ser declaradas explícitamente, por aquellas que eran las características de la época y por su misma función que era en todo caso ligada a la revivificación de la tradición occidental; y de cualquier modo, al fin de cuentas, esta realidad es en cierto modo implícita y no es tan difícil de identificar; de hecho se refleja bastante claramente el reconocimiento de la validez de las tradiciones antiguas en general y de aquella Latina en particular, sobretodo del punto de vista iniciático. En el «noble castillo» (Inf. IV), que nada tiene de infernal, moran los sabios no cristianos, no sólo aquellos de la antigüedad sino también los musulmanes (Saladino, Avicena, Averroes); Virgilio y Dante, juntos a la «bella escuela», que representa en modo evidente una cadena iniciática, llegan a la parte central, que es un verde prado, atravesando las siete puertas de siete círculos de muros y caminando sobre el agua. Por otra parte la referencia entre todos más evidente es propiamente la designación de Virgilio como Maestro que lo guía hasta el Paraíso terrestre, vale decir hasta alcanzar el estado primordial. Encontramos la figura de Catón que es puesto como primer guardián del Purgatorio, pese haya muerto en suicidio: en ello se reconocecomo lícita y justa la acción cumplida según el dictamen de los Estoicos, aunque lo están en contraste con aquellas del Cristianismo. Hemos ya hecho mención a las frecuentes referencias a las Musas, y Apolo y a muchos otros elementos de la tradición clásica que Dante utiliza bastante más de cuanto lo fuese normalmente aceptado en la época medieval; se podría decir que en la obra de Dante habría podido tener origen un «verdadero» Renacimiento, entendiendo este término en su sentido propio de un renacer del interés por las obras clásicas: una revalorización de la sabiduría que era patrimonio de la tradición greco-latina habría podido cumplirse con la utilización de aquello que en ella era todavía vital y propiamente intelectual, y no, como después históricamente ocurrió, utilizando sólamente residuos de carácter exterior, reducido a un plano exclusivamente humano y racional.

            Si en el «noble castillo», que como se dijo, más allá del Aqueronte aparece extrañamente fuera de lugar, los méritos y el aporte intelectual de algunos sabios musulmanes, son admitidos en modo explícito, es necesario a propósito de ésto agregar que, en el conjunto de la obra de Dante y de los Fieles de Amor, los elementos referidos a la tradición islámica son relevantes, más de lo parece a primera vista, como subraya R. Guénon citando uno de los primeros estudios, por cuanto de carácter exterior, sobre el argumento: «Don Miguel Asín Palacios ha mostrado las múltiples relaciones que existen, en el fundamento y también  incluso en la forma, entre la Divina Comedia (sin hablar de algunos pasajes de la Vita Nuova y del Convito), por una parte, y por otra, el Kitâb el-isrâ (Libro del Viaje nocturno) y los Futûhât el-Mekkiyah (Revelaciones de la Meca) de Mohyiddin ibn Arabi, obras unos ochenta años anteriores, y concluye que esas analogías son ellas solas, más numerosas que todas aquellas que los comentadores han llegado a establecer entre la obra de Dante y todas las demás literaturas de cada país».[5]

            Dante es obligado a mantener un constante, y difícil equilibrio entre la necesidad de expresar la verdad de las enseñanzas más profundas y la de mantenerse, entre las expresiones evidentes, es decir, en los límites de los dogmas de fe de una tradición exotérica exclusivista e intransigente. 

            Que los no cristianos, ni siquiera los que vivieron en épocas anteriores o lo hicieron en tierras lejanas, no pudieran tener acceso a la Gracia Divina y no pudieran ir más allá del Limbo, era evidentemente una idea percibida como injusta. El problema angustiaba a muchos en aquel tiempo y en la Divina Comedia en varios puntos de los tres Cánticos resurge, siempre acompañado de un sentido de pena y pesar. La cuestión es puesta de manera explícita, como es notorio en el canto XIX de Paraíso: «Un hombre nace a la orilla del Indo» (y es por lo menos curioso notar como Dante escoge la India para poner de ejemplo); la respuesta del Águila es una disertación doctrinal que reafirma los asuntos dogmáticos sobre la indispensabilidad del bautismo, pero que al mismo tiempo es muy profunda. Hay que tener presente que en esa época, siempre que se hablaba de los antiguos o de habitantes de los países nunca antes alcanzados por la predicación, pero que practicaban las virtudes, se aludía exclusivamente a un «hacer bien» referido a una moral natural o a una filosofía racional, pero jamás a la posibilidad de la existencia de otras religiones perfectamente válidas, esto último era un concepto faltante en el plano exotérico y que sería de todos modos condenado. Con esta premisa, el discurso del Águila es doctrinalmente irrefutable. En efecto, en primer lugar la pregunta que Dante representa en su mente, en las modalidades con las cuales era formulada por sus contemporáneos, procede de un juicio subjetivo, filosófico, moral o podemos también decir de un buen sentido común (¿dónde está su culpabilidad?); ahora, independientemente de aquellas que pueden ser las conclusiones, es errado el punto de partida del razonamiento, precisamente porque es de orden individual, y por consiguiente es condenada la idea que exista una justicia objetiva y externa con la cual Dios este conforme, mientras la Justicia, el Bien, la Verdad, en cuanto Atributos divinos, se identifican a Dios mismo, Dios no desea el bien, pero es bien lo que Dios desea. En segundo lugar, siempre partiendo del presupuesto de un recto comportamiento de matriz símplemente filosófica, no se puede considerar tal comportamiento «salvador» y menos aún, válido en sentido iniciático, si no es vivificado por la real vinculación con una tradición auténtica, que sacralice aquellos mismos actos con la influencia espiritual que puede proceder sólo de su origen no humano y de su institución revelada; sin tales condiciones que ritualizan los actos y re-vinculan los seres individuales a la esfera espiritual, las acciones humanas, aunque siendo buenas según el juicio humano, no pueden tener más que una eficacia muy limitada a los fines de las condiciones póstumas del ser. 

            Quedando el discurso circunscripto a la tradición cristiana, viene entonces entonces revalidado aquello a lo cual sus fieles debían atenerse, en la insondabilidad de la Justicia divina[6], y el episodio desemboca entonces en una ofensiva contra los falsos cristianos. Pero la cuestión debería en primer lugar haberse planteado de manera correcta, no partiendo del juicio individual, sino desde la comprensión de las doctrinas tradicionales, «las respuestas están», parece decir Dante: en aquel inmenso mar, cuya profundidad impide a la vista humana divisar el fondo, aún así, el fondo existe: «Está allí, pero oculta su profundo ser». Se utiliza  también un simbolismo, existente en la Escolástica pero más aún característico de la doctrina Hindú, aquel de la mente humana, y por extensión de todo aquello que es manifestado, como proyección de los rayos del Sol (Principio creador); simbolismo que permite comprender como la naturaleza de los rayos no es esencialmente diferente de aquella del Sol y en consecuencia comprender también teóricamente la posibilidad de la realización espiritual[7]

            Dante, en aquel momento, no habría podido ir más lejos, y no habría habido ni siquiera necesidad. Por otra parte, hasta hoy, y a pesar de cada evidencia, el punto de vista del Catolicismo bajo este aspecto no ha cambiado particularmente y es esta una actitud que, puede ser comprensible en su ámbito, pero no lo es en cuanto se convierte en una intromisión fuera de éste. Sobre este tipo de injerencias R. Guénon siempre protestó firmemente: «Que algunos, que son incluso la mayoría, tengan su horizonte limitado a una sola forma tradicional, o incluso a un cierto aspecto de esta forma, y que estén por consiguiente encerrados en un punto de vista que se podría decir más o menos estrechamente “local”, es algo perfectamente legítimo en sí mismo, y además totalmente inevitable; pero aquello por el contrario no es de ningún modo aceptable, es que ellos se imaginen que este mismo punto de vista, con todas las limitaciones que le son inherentes, deba ser igualmente el de todos sin excepción, comprendidos los que han tomado conciencia de la unidad esencial de todas las tradiciones. Contra aquellos, cualesquiera que sean, que demuestran tal incomprensión, debemos mantener, de la manera más inquebrantable, los derechos de aquellos que se han elevado a un nivel superior, en el cual la perspectiva es necesariamente del todo diferente»[8]

            La dificultad en la relación con la Iglesia católica y la violenta hostilidad de esta última constituyen otra evidente analogía entre Dante y Guénon; la persecución y la condena a la hoguera respecto del primero, el rechazo y la continua y sucesiva denigración respecto del segundo, podrían darnos ocasión para una reflexión significativa; sin embargo no es sobre tales argumentos en los que pretendemos detenernos. Los aspectos esenciales que unen  las dos obras, y los cuales por otro lado no hemos podido más que mencionar, son para investigar en la completitud de la exposición doctrinal, en su carácter unitario y unificante, cada elemento siendo perfectamente coherente con todos los otros y siendo su conjunto llevado desde la multiplicidad a la unidad, poner el retorno al Principio, no en modo pasivo, sino por medio del Conocimiento, como fin supremo del ser, y por lo tanto, sobretodo en la finalidad de las obras y de la enseñanza que no deberá ser nunca considerado más especulativo-cultural sino eminentemente «operativo».

            Un estudio no exterior de estas obras, realizado en las condiciones idóneas y con una intención conforme al objetivo por el cual ellas fueron escritas, haría posible sacar un real provecho, como si de un tesoro en su mayor parte escondido, se hace claro ejemplo el dicho profético: «La tinta de los sabios es más preciosa que la sangre de los mártires». 

            El «velo» con el cual Dante esconde el sentido más profundo de su obra  aparecerá más ligero y transparente o bien más pesado y opaco según la real actitud de aquellos que abordan estos estudios y que, en el mejor de los casos, no será más que un simple lector y no mucho menos un estudioso, sino alguien que quiera dar la vida a un proceso que lleve verdaderamente de la «cáscara» a la «nuez». Entre las primera condiciones para comenzar con alguna posibilidad de éxito este trabajo, el no caer en las trampas de la erudición y del deseo de tomar para los propios estudios alguna ventaja particular accesoria o mundana: tendencias similares, peligrosos engaños, no por casualidad han sido comparados al deseo de enriquecimiento. Así como es más fácil que un camello pase por el ojo de una aguja que un rico entre en el Reino de los cielos, del mismo modo es imposible que un erudito (que tenga como finalidad la erudición misma y el reconocimiento que puede tener) pueda hacer algún paso en la vía iniciática; esto porque de tal forma él procede hacia aspectos simpre más periféricos, hacia un punto de vista siempre más analítico y, en definitiva, hacia un desarrollo hipertrófico de la individualidad. La vía iniciática implica por el contrario, una progresiva reducción de aquellas connotaciones individuales que son en sí mismas otras tantas limitaciones;  y un andar desde la periferia al centro siguiendo un camino que podrá ser larguísimo y áspero, y sin embargo aparecerá irrenunciable para aquellos que sientan la «atracción» de la «verdadera sabiduría» a la cual los verdaderos sabios invitan, a quien tenga oídos para entender.

«¡Oh, peor que muertos, los que huís de la amistad de Ella! Abrid los ojos y mirad que, antes que vosotros existieseis, Ella fue vuestra amante, acomodando y ordenando vuestra formación; y luego que fuisteis hechos, para enderezaros a vuestra semejanza, vino a nosotros. Y si todos no podéis venir a su presencia, honradla en sus amigos y obedeced sus mandamientos, pues que os anuncian la voluntad de esta Emperatriz eterna. No cerréis los oídos a Salomón, que tal os dice al decir que «el camino de los justos es como luz esplendorosa que sigue y crece hasta el día de la bienaventuranza», yendo tras ellos, contemplando sus obras, que deben seros luz en el camino de esta brevísima vida[9]».

Artículo publicado con la autorización de su autor AMEDEO ZORZI.


[1] R. Guénon. El Esoterismo de Dante – cap IX

[2] R. Guénon, Consideraciones sobre el esoterismo cristiano – cap. IV, «el lenguaje secreto de Dante y de los “Fieles de Amor» – I

[3] «la razón »

[4] Cfr. «Los misterios de la letra Nûn», cap. XXIII – Símbolos de la ciencia sagrada – Adelphi 1990

[5] R. Guénon – El esoterismo de Dante – cap. V.

Ahora queremos recordar a propósito de esto, de un artículo originariamente publicado en la revista El Marifah: «Hace algunos años, un orientalista español, don Miguel Asin Palacios, ha escrito una obra sobre las influencias musulmanas en la obra de Dante y ha demostrado que mucho de los símbolos y de las expresiones empleadas por el poeta, lo habían sido antes de él por esoteristas musulmanas y en particular por Sidi Mohyiddin-ibn-Arabi. Desafortunadamente, las precisiones de este erudito no han mostrado la importancia de los símbolos puestos en obra. Un escritor italiano, muerto recientemente, Luigi Valli, ha estudiado un poco más profundamente la obra de Dante y ha concluido que no ha sido el único en emplear los procedimientos simbólicos utilizados en la poesía esotérica persa y árabe; en el país de Dante y entre sus contemporáneos, todos estos poetas eran miembros de una organización de carácter secreto denominada «Fieles de Amor» de la cual Dante mismo era uno de los jefes. Pero cuando Luigi Valli ha intentado penetrar el sentido de su «lenguaje secreto», le ha sido imposible a él también reconocer el auténtico carácter de esta organización o de otras de la misma naturaleza constituidas en Europa en la Edad Media. La verdad es que ciertas personalidades anónimas se encontraban detrás de estas asociaciones y las inspiraban; eran conocidos bajo diferentes nombres, de los cuales el más importante era el de «Hermanos de la Rosa-Cruz». Éstos no poseían sin embargo reglas escritas y no constituían para nada una sociedad, tampoco tenían reuniones determinadas, y todo lo que puede decirse de ellos es que habían alcanzado un cierto estado espiritual que nos autoriza a llamarles «sufis» europeos, o al menos çawwufîn llegados a un alto grado en esta jerarquía. Se dice también que estos «Hermanos de la Rosa-Cruz» que se servían como «cobertura» de estas corporaciones de las que hemos hablado, enseñaban la alquimia y otras ciencias idénticas a aquellas que estaban entonces en plena floración en el mundo del islam. Ciertamente, formaban un eslabón de la cadena que ligaba oriente y occidente y establecían un contacto permanente con los sufis musulmanes, contacto simbolizado por los viajes atribuidos a su legendario fundador.» – Apercepciones sobre el esoterismo islámico y el taoísmo – cap. VIII. 

[6] La defensa del dogma era además, toda una con la defensa de la Iglesia, ambos elementos esenciales de la civilización occidental;  lo mismo observa R. Guénon: «…occidente jamás habría llegado a su estado actual de decadencia y de confusión si hubiera permanecido fiel a su dogma, puesto que, para adaptarse a sus condiciones mentales particulares, la tradición debía necesariamente asumir este aspecto específico, al menos en lo que concierne su parte exotérica. Esta última restricción es indispensable, ya que debe quedar bien claro que, ni siquiera en occidente de dogma no se ha podido nunca tratar en el campo esotérico e iniciático; pero éstas son cosas cuyo recuerdo mismo está tan completamente perdido para los occidentales modernos que ya no pueden encontrar en sí términos de comparación que les ayuden a comprender lo que pueden ser las otras formas tradicionales.» Iniciación y Realización Espiritual, cap. XVII.

[7]                      Por tanto vuestra visión, que                                                                   52

por necesidad es un rayo de la mente

de la que todas las cosas están llenas,

no puede por natura ser potente

tanto, que el principio mucho no discierna                                       56

allá abajo de aquello que le llega.

Algunas versiones indican en el v. 52: vuestra visión, para coincidir con vuestro mundo, en el v. 59; no obstante la versión (texto Vandelli): nuestra visión, es más explicativa en cuanto también en las esferas celestes la visión de los ángeles es asimilable a un rayo de luz divina, mientras que por vuestro mundo se entiende sólo el humano. Y al v. 56, mas bien que la versión su principio discierna, que según algunos comentadores haría el sentido más claro, parece al contrario más significativa la lección su principio mucho no discierna. La tercina, más allá del sentido literal inmediato, podría también interpretarse en el sentido que: la visión propia de los seres (cualquiera sea el grado al que pertenezcan) no puede ser poderoso per se, sino que sólo por medio de su principio podrá discernir más allá de las apariencias. 

[8] R. Guénon – El sentido de las proporciones – Mélange parte III, cap. IV.

[9] Dante – Convivio – Tratado Tercero – XV

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