Capítulo I del libro «¿Soy yo el guardián de mi hermano?» de Ananda K. Coomaraswamy.
Caín, que mató a su hermano Abel, el pastor, y que construyó una ciudad, prefigura a la civilización moderna, una civilización que se ha descrito desde dentro como «una máquina mortífera, sin consciencia ni ideales»[1], «ni humana ni normal ni Cristiana»[2], y que es, de hecho, «una anomalía, por no decir una monstruosidad»[3]. También se ha dicho que: «Los valores de la vida están menguando lentamente. Queda la apariencia de una civilización, pero no tiene ninguna de sus realidades»[4]. Podríamos citar sin fin críticas tales como éstas. La civilización moderna, con su divorcio de todos los principios, puede igualarse a un cadáver cuyos últimos movimientos son convulsivos y carentes de todo significado. Sin embargo, lo que nos proponemos no es hablar de suicidio, sino de crimen.
El viajero moderno —«tu nombre es legión»— cuando se propone visitar algún «paraíso perdido», tal como Bali, a menudo pregunta si ese «paraíso» no ha sido «contaminado» todavía. Con esta pregunta hace una confesión ingenua, e incluso trágica. Pues este hombre no reflexiona que se está condenando a sí mismo; lo que sus palabras preguntan es si las fuentes del equilibrio y de la gracia, en las civilizaciones consideradas, han sido envenenadas ya o todavía no por el contacto con hombres como él mismo y la cultura de la que él es un producto. «Los Balineses», como dice Covarrubias, «han vivido bien bajo un sistema cooperativo autosuficiente, cuyo fundamento es la asistencia recíproca, que usaba el dinero sólo como un utensilio secundario. Puesto que sus medios de obtener dinero —apenas para cada día— para pagar tasas y satisfacer nuevas necesidades son extremadamente limitados, hay que temer que el desmoronamiento gradual de sus instituciones, junto con el drenaje de su riqueza nacional, convertirán en coolíes, ladrones, mendigos y prostitutas a los orgullosos y honorables balineses de esta generación; y a la larga, todo esto traerá una catástrofe social y moral… Sería completamente vano recomendar medidas para impedir la marcha inmisericorde e implacable de la Occidentalización; los turistas no pueden mantenerse alejados, las necesidades del comercio no serán restringidas por razones sentimentales [o morales], y las sociedades misioneras a menudo son muy poderosas»[5].
Sir George Watt escribía en 1912 que «por mucho que se dañe al arte indio, o que sufran los individuos, debe darse curso libre al progreso en línea con la empresa de civilización manufacturera»[6]. En el mismo año Gandhi decía que «la India no está siendo aplastada por la bota inglesa, sino bajo la de la civilización moderna». En una carta abierta a Gilbert Murray, el desaparecido Rabindranath Tagore decía, «No hay ningún pueblo en toda Asia que no mire a Europa con miedo y desconfianza»[7]. Cuando yo mismo dije a una mujer trabajadora que lo que los alemanes estaban haciendo en Bélgica era espantoso, ella replicó, «Sí, muy malo, los belgas debían ser tratados así, exactamente como si fueran negros del Congo».
La civilización moderna da por hecho que cuantas más cosas desean y cuantas más cosas son capaces de conseguir, tanto mejores son los pueblos; sus valores son cuantitativos y materiales. Aquí, ¿Cuán valioso es alguien?, significa ¿Cuánto dinero ha logrado juntar? Un conferenciante en el Boston College, describió recientemente la civilización Occidental moderna como una «maldición para la humanidad»; y aquellos que reconocen ahora su reflejo en el espejo japonés son evidentemente de la misma opinión. Sin embargo, Henry A. Wallace, entonces vicepresidente, en una alocución bienintencionada, prometió que cuando la guerra hubiera terminado, «Las naciones viejas [!] tendrán el privilegio de ayudar a las naciones más jóvenes a comenzar en la senda de la industrialización… Cuando sus masas aprendan a leer y a escribir, y cuando devengan mecánicos productivos, su nivel de vida se doblará e incluso se triplicará»[8]. No habló del precio que había que pagar, ni reflexionó en que un «progreso» incesante, que no acaba nunca en contento, significa la condena de todos los hombres a un estado de pobreza irremediable. En las palabras de San Gregorio Nacianceno:
«¡Aunque vosotros pudierais procuraros toda la riqueza del mundo,
Siempre quedaría más, cuya falta os dejaría pobres!»
En cuanto a leer y escribir, sólo diremos que la asociación de la lectura y la escritura con la «mecánica productiva» (y la «cadena de producción» que sugiere una «cuerda de presos») es bien significativa, puesto que leer y escribir solo son de una importancia máxima para las masas en una cultura cuantitativa, donde uno debe ser capaz de leer tanto los avisos como los anuncios publicitarios si uno ha de ganar dinero seguro y «elevar así su nivel de vida»: y que si leer y escribir son para capacitar a las masas indias y chinas a leer lo que el proletariado occidental lee, entonces, desde cualquier punto de vista cultural, permanecerán muchísimo mejor con su propia literatura, mucho más clásica, de la cual todos tienen un conocimiento oral; y agregaremos que todavía es verdadero que, como Sir George Birdwood escribía en 1880, «Nuestra educación ha destruido el amor de su propia literatura… su delectación en sus propias artes, y lo peor de todo, su reposo en su propia religión tradicional y nacional. Les ha hecho perder el gusto de sus propios hogares —de sus padres, de sus hermanas, de sus propias esposas. Ha llevado el descontento dentro de cada familia hasta donde han llegado sus mortíferas influencias»[9]
Los sistemas de educación deben ser extensiones de las culturas de los pueblos concernidos; pero de estos pueblos el educador occidental sabe poco y le importa menos. Por ejemplo, O. L. Reiser asumía que, después de la guerra, los ideales y la política americanos, lejos de permitir la autodeterminación cultural de los demás pueblos, dominarían el mundo, y que todas las religiones y las filosofías divergentes podían y debían suprimirse en favor del «humanismo científico», «humanismo» que debía devenir ahora «la religión de la humanidad»[10]. Nosotros sólo podemos decir que si las razas occidentales han de hacer algo en el futuro por los pueblos cuyas culturas han sido demolidas en favor de los intereses del comercio y de la «religión», deben comenzar primero por renunciar a lo que se ha llamado adecuadamente su «furia proselitista» —«¡hipócritas, pues recorréis por mar y por tierra para hacer un solo prosélito!»[11].
Se pasa por alto expresamente que aunque muchos pueblos asiáticos, por razones suficientemente obvias, están inadecuadamente provistos de las necesidades de la vida, esto no es en modo alguno verdadero de todos los pueblos asiáticos. Y en cualquier caso, se pasa por alto que una concepción asiática fundamental es que, una vez cubiertas las necesidades de la vida, es una falacia suponer que cuanto más lejos vayamos en este sentido tanto mejor. Donde el europeo busca devenir económicamente independiente en la vejez, el mapa indio de la vida propone para la vejez una independencia de la economía. Los «conejillos de Indias» de un libro bien conocido, en otras palabras usted y yo, cuyas necesidades son exacerbadas perpetuamente por la visión y la escucha de los anuncios publicitarios (se ha reconocido que «Todas las industrias están juntando sus fuerzas para llevar a los hogares a un nivel de vida más alto»[12]), han sido comparados por un escritor indio[13] a otro animal —«el burro, en cuya delantera el arriero ha suspendido una codiciada zanahoria colgando de un palo sujeto a su propio arnés. Cuanto más corre el animal para tener la zanahoria, tanto más se tira del carro»; es decir, tanto más altos son los dividendos que se pagan. Nosotros somos el burro, el manufacturero el arriero, y esta situación nos place tanto que, en la bondad de nuestros corazones, querríamos hacer burros también de los balineses —al mismo tiempo que preguntamos, «¿No han sido contaminados todavía?». «Contaminados» significa «degradados»; pero la palabra también tiene un significado siniestro, a saber, el de «robados», y hay maneras de vivir así como bienes materiales que pueden robarse efectivamente.
Permítasenos aclarar que al abordar el problema de las relaciones interculturales básicamente sobre el terreno del arte, no tenemos en mente el concepto especial del arte moderno, concepto que es estético y sentimental; sino que lo abordamos desde ese punto de vista platónico y una vez universalmente humano, en el que el «arte» es el principio de la manufactura, y nada sino la ciencia de la confección de las cosas para el buen uso del hombre, a la vez físico y metafísico; y en el que, por consiguiente, la agricultura y la cocina, el tejido y la pesca son justamente artes tan nobles como la pintura y la música. Por extraño que esto pueda parecernos, recordemos que nosotros no podemos pretender pensar por otros a menos de que podamos pensar con ellos. Así pues, en estos contextos, el «arte» implica la totalidad de la vida activa, y presupone la vida contemplativa. La desintegración del arte de un pueblo es la destrucción de su vida, con cuya destrucción son reducidos al estatuto de un proletariado de cortadores de madera y acarreadores de agua, en interés de un comerciante extranjero, en cuyo provecho redunda todo. Por ejemplo, el empleo de malayos en las plantaciones de caucho, no contribuye de ninguna manera a su cultura y, ciertamente, no puede haber hecho de ellos nuestros amigos: ellos no nos deben nada. Nosotros somos irresponsables de una manera en que los orientales, en su mayor parte, todavía no son irresponsables.
Permítaseme ilustrar lo que entiendo por responsabilidad. He conocido a indios que se negaban indignadamente a comprar participaciones en una lucrativa compañía hotelera, debido a que no querían hacer dinero a cuenta de la hospitalidad, y a una mujer india que se negaba a comprar una máquina de lavar, debido a que, entonces, «¿qué ocurriría con el medio de vida del lavandero?». Para un sentido de la responsabilidad igual en un europeo, puedo citar los infinitos cuidados que puso Marco Pallis en la elección de sus regalos para sus amigos tibetanos, con el fin de no llevar nada que pudiera tender hacia una destrucción de la cualidad de su modelo de vida.
De hecho (como ha observado recientemente Aldous Huxley), el mundo moderno ha abandonado el concepto del «medio de vida recto», según el cual un hombre no podía considerarse un buen cristiano si se ganaba la vida con la usura o la especulación, ni podía considerarse un buen budista si se ganaba la vida con la manufactura de armas o de bebidas alcohólicas. Y como he dicho en otra parte, si hay ocupaciones que no son congruentes con la dignidad humana, o manufacturas que no son de bienes reales, por muy lucrativas que sean, tales ocupaciones y manufacturas deben ser abandonadas por toda sociedad cuya mira es la dignidad de todos sus miembros. Un «nivel de vida» puede llamarse «alto», sólo cuando se mide en términos de dignidad y no meramente en términos de confort.
Las bases de la civilización moderna están corrompidas hasta un grado tan profundo, que incluso las personas instruidas han olvidado que el hombre quiso vivir una vez de otro modo que de pan solo. Platón había asumido que «es contrario a la naturaleza de las artes buscar el bien de algo aparte de su objeto»[14], y Santo Tomás de Aquino que «el artesano está naturalmente inclinado por justicia a hacer su trabajo fielmente»[15]. Se comprenderá hasta qué nivel el industrialismo debe haber rebajado el sentido del honor del artesano y su voluntad natural de hacer un «buen trabajo» si, en una referencia a los mecánicos y hombres de tierra que hacen y sirven a los aeroplanos, Gilbert Murray pudo afirmar que es «un hecho completamente maravilloso que masas de hombres se hayan hecho tan dignos de confianza y tan responsables», y también que «es la Edad de las Máquinas la que, por primera vez en la historia, los ha hecho así»[16]. Esto era parte de su apología de la civilización occidental, en una carta abierta a Rabindranath Tagore. Por supuesto, todo lo que esta lamentable historia de aeroplanos significa en realidad, es que donde la producción es realmente para el uso, y no principalmente ni solamente para el provecho, el trabajador todava «se inclina naturalmente a hacer su trabajo fielmente». Incluso hoy día, como ha observado Mrs. Handy, «la perfección técnica sigue siendo el ideal del artesano de las Islas Marquesas»[17]. En Europa el instinto de la artesanía no ha sido extinguido en la naturaleza humana, sino que sólo se ha suprimido en los seres humanos que trabajan irresponsablemente.
Los antropólogos, como observadores imparciales que no tienen intención de considerar las artes in vacuo, sino en su relación con toda la estructura de la sociedad, no escatiman palabras en su descripción de los efectos de los contactos occidentales sobre las culturas tradicionales. El registro de Mrs. Handy sobre los nativos de las Islas Marquesas, a saber, que «Los aspectos externos de su cultura han sido borrados casi enteramente por las devastadoras actividades del hombre blanco», es típico de lo que podría citarse de un centenar de otras fuentes. De los «salvajes» de Nueva Guinea, Raymond Firth dice que «su arte, como una expresión de los complejos valores sociales, es de importancia básica», pero que, bajo la influencia europea, «en casi todos los casos la cualidad de su arte ha comenzado a desaparecer»[18]. C. F. Iklé escribe que debido a la influencia del mundo Occidental, «que está tan dispuesto a inundar el resto de nuestro globo con sus productos de masas inferiores, destruyendo así entre los pueblos nativos los conceptos de cualidad y de belleza, junto con la alegría de la creación… es un problema saber si el bello arte del tejido ikat puede sobrevivir mucho tiempo en las Indias Holandesas Orientales»[19].
Es cierto que nosotros hemos aprendido a apreciar las «artes primitivas»; pero sólo cuando las hemos «coleccionado». Nosotros «conservamos» los cantos folklóricos, al mismo tiempo que nuestro modo de vida destruye al cantor. Estamos orgullosos de nuestros museos, donde exhibimos la evidencia reprobatoria de un modo de vida que nosotros mismos hemos hecho imposible. Estos «tesoros» de museo eran originalmente las producciones diarias de hombres vivos; pero ahora, «debido a la demolición de la cultura en las islas donde se hicieron los objetos, éstos pueden estudiarse más satisfactoriamente en los museos», mientras que, en su fuente, estas «técnicas altamente desarrolladas y bellas han muerto, o están muriendo»[20]. ¡«Muriendo», debido a que en las palabras del caballeroso fatalista, «debe darse curso libre al progreso en línea con la empresa de civilización manufacturera»! A lo cual nosotros solo podemos replicar que, si el escándalo debe venir, «Ay de aquel por quien el escándalo viene». ¿Qué aconteció finalmente a las ciudades que construyó Caín? No asumamos que «ello no puede acontecer aquí».
Nuestro «amor del arte» y nuestro «aprecio» del arte primitivo, como nosotros llamamos a todo arte que es abstracto e impersonal, más bien que autoexpresivo o exhibicionista, no ha despertado en nuestros corazones ningún amor por el artista primitivo mismo. Una cultura más carente de amor, y al mismo tiempo más sentimentalmente cínica, que la cultura de la Europa y América modernas sería imposible de imaginar. Cuando «vela por todo», como gusta autoproclamarse, en realidad no cuida de nada excepto de sí misma. La razón carente de toda pasión de su erudición «objetiva», aplicada al estudio de «lo que los hombres han creído», es sólo una suerte de frivolidad, en la que siempre se elude el problema real, a saber, el de saber lo que debe creerse. Los valores se han invertido hasta tal punto que la acción, cuya intención es propiamente hacia un fin, se ha hecho un fin en sí misma, y la contemplación, que es el prerequisito de la acción, se ha llegado a despreciar como un «escape» de las responsabilidades de la actividad.
En el presente artículo no estamos interesados en las relaciones políticas o económicas, sino en las relaciones culturales que de hecho han subsistido, y que, por otra parte, deben subsistir, como entre los pueblos que se llaman a sí mismos adelantados y aquellos a quienes éstos llaman retrasados, un tipo de nomenclatura que pertenece al género del «león pintado por sí mismo». No es que nosotros no nos demos cuenta de las siniestras relaciones que conectan las actividades culturales que ustedes propalan junto con sus intereses políticos y económicos, sino que existe el inminente peligro de que aunque ustedes hayan conformado sus intenciones a establecer relaciones políticas y económicas con otros pueblos sobre una base de justicia, ustedes sigan creyendo todavía que les ha sido confiada una «misión civilizadora». Hay mucho más que un mero interés político y económico detrás de la furia proselitista; detrás de todo esto hay un fanatismo que no puede soportar ningún tipo de sabiduría que no sea la de su propia fecha y tipo y el producto de sus propios cálculos pragmáticos; como dice Hermes Trismegistus, «hay un rencor que odia la inmortalidad, y que no nos dejará reconocer lo que es divino en nosotros»[21].
Por eso, la exportación de su «educación» es aún más abominable que su tráfico de armas. Lo que intentaron los ingleses en la India, cuando se propusieron hacer una clase de personas que fueran «indios de sangre y de color, pero ingleses en cuanto a gustos, opinión, costumbres e intelecto» (Lord Macaulay), es justamente lo que, sustituyendo «ingleses» por «americanos», Middletown querría hacer también hoy. Es lo que los británicos intentaron hacer en Irlanda, donde, «en treinta años, Irlanda fue destruida tan rápidamente que toda la isla contenía menos oradores en 1891 que los que contenía sola la pequeña provincia de Connaught treinta años antes… La suma del horrible sufrimiento acarreado por esta política… no contó nada para la Junta de Educación Nacional, comparado con su gran objeto de… el logro de una uniformidad anglificada… A los niños se les enseñaba, y se les enseñaba poco más, a avergonzarse de sus propios padres, a avergonzarse de su propia nacionalidad, a avergonzarse de sus propios nombres»[22]. Todo el mundo reconocerá el modelo, repetido igualmente en el caso de los indios «educados a la inglesa», y en el de los indios americanos que han sido sometidos a la crasa ignorancia de maestros de escuela pública, que ni siquiera pueden hablar su lengua materna.
Tales son los frutos de la «civilización», y el fruto siempre revela al árbol. Todo eso sólo puede expiarse con el arrepentimiento, la recantación, y la restitución. De estas tres cosas, la última es una imposibilidad virtual; las sequoias taladas no pueden volverse a plantar. Sin embargo, una cultura tradicional sobrevive todavía, precariamente, en oasis «sin contaminar»; y lo menos que nosotros podemos decirle al mundo moderno es esto: Aparte de lo que ustedes gastan en «guerras de pacificación» o a modo de «penetración pacífica», sería muy bueno que ustedes reservaran su «educación colegiada» y sus «escuelas preparatorias» para el consumo de su casa. A nuestros ojos, lo que ustedes llaman su «misión civilizadora» es una forma de megalomanía. Todo lo que nosotros necesitamos aprender de ustedes, vendremos a preguntárselo cuando se sienta la necesidad de ello. Al mismo tiempo, si ustedes eligen visitarnos, serán huéspedes bienvenidos, y si hay algo nuestro que ustedes admiran, nosotros diremos, «Es suyo».
En cuanto al resto, el mundo moderno debe «cambiar su mente» (es decir, debe arrepentirse) mucho más para su propio beneficio que para hacernos una restitución; pues, como dijo Philosophia a Boecio en su aflicción, «Ustedes han olvidado quien son». ¿Pero cómo puede este «animal racional y mortal», esta mentalidad extrovertida, despertarse, acordarse de sí misma, y convertirse de su sentimentalidad y de su exclusiva confianza en el conocimiento estimativo a la vida del intelecto? ¿Cómo puede devolvérsele a este mundo su significado? Por supuesto, no por un retorno a las formas exteriores de la Edad Media, ni tampoco por una asimilación a algún modelo de vida superviviente, ya sea oriental u otro. ¿Pero por qué no por un reconocimiento de los principios sobre los que se basan los modelos? Estos principios, sobre los que todavía se apoya la vida «sin contaminar» del oriente, al menos deben aprehenderse, respetarse, y comprenderse, si es que alguna vez el provinciano occidental ha de devenir un ciudadano del mundo. La bondad del mundo moderno carece de principios; su «altruismo» ya no se funda en un conocimiento del Sí mismo de todos los seres, y, por consiguiente, ya no se funda en el amor del Sí mismo, sino sólo en una inclinación egoísta. ¿Y qué hay de aquellos que no se inclinan a no ser egoístas? ¿hay algún modelo intelectual por el que pueda culpárseles?
Si alguna vez ha de salvarse el abismo entre oriente y occidente, abismo del que continuamente se nos hace más conscientes a medida que se nos fuerza a intimidades físicas cada vez más próximas, ello sólo será posible por un acuerdo sobre los principios, y no por alguna participación en formas de gobierno o en métodos de manufactura y de distribución comunes. Como decía Kierkegaard, lo que el mundo necesita no son nuevas formas de gobierno, sino otro Sócrates. Una filosofía idéntica a la de Platón, todavía es una fuerza viva en oriente. Nosotros hemos llamado al mundo moderno un cuerpo sin cabeza; en los libros orientales hay una enseñanza, de cómo reponer las cabezas nuevamente sobre los cuerpos. Es una doctrina de sacrificio y de recuperación de las realidades; exteriormente es un rito e interiormente un nacer de nuevo.
Proponer un acuerdo sobre los principios no implica que el mundo occidental se orientalice; la propaganda está fuera de cuestión como entre caballeros, y cada uno debe hacer uso de las formas adecuadas a su propia constitución psicológica. Es el europeo el que quiere practicar el yoga; y el oriental le señala que él ya tiene disciplinas contemplativas suyas propias. Lo que hay que comprender es que un reconocimiento de los principios por los que el oriente vive todavía, y que, por consiguiente, pueden verse en operación (y pocos pondrán en duda que las gentes todavía «sin contaminar» son más felices que los que ya han sido «contaminados»), podría conducir de nuevo al «mundo moderno de realidad empobrecida», en el que se mantiene que «un conocimiento que no sea empírico carece de significado», al filósofo Platón, que negaba la dependencia del conocimiento respecto de la sensación, y que mantenía que todo aprender es sólo recordación.
No pueden ayudarnos quienes, en las palabras de Platón, «piensan que nada es, excepto lo que pueden agarrar firmemente con sus manos». Repito lo que he dicho en otra parte, a saber, que «el europeo, por su propio beneficio y por el beneficio de todos los hombres en un mundo futuro, no sólo debe dejar de hacer daño y de explotar a los demás pueblos del mundo, sino que también debe abandonar su querida y autoaduladora creencia de que puede hacerlos algún bien de otro modo que siendo bueno él mismo». Yo estoy muy lejos de creer que el europeo sea incapaz de bondad.
Para concluir, permítaseme decir que los pocos trabajadores europeos en el campo oriental a quienes mis críticas no se aplican, serán los últimos en no estar de acuerdo con ellas. E igualmente, que lo que he estado diciendo no es lo que ustedes escucharán de los orientales ya educados a la inglesa, y muy a menudo «contaminados», con quienes ustedes pueden conversar[23]. Estoy hablando por una mayoría, letrada e iletrada, que no habla, en parte por inclinación, y en parte porque, en más de un sentido, no hablan el lenguaje de ustedes. Estoy hablando por aquellos que una vez «se inclinaron ante occidente en paciente y profundo desdén», y que no son menos un poder hoy porque ustedes no puedan conocerlos ni escucharlos.
[1] G. La Piana, en Harvard Divinity School Bulletin, XXVII, p. 27.
[2] Eric Gill, Autobiography, New York, 1942, p. 174.
[3] René Guénon, Oriente y Occidente.
[4] A. N. Whitehead, Adventures of Ideas, 1933, p. 358.
[5] M. Covarrubias, Island of Bali, 1942. Cf. Colin McPhee, «Ankloeng Gamelans in Bali», Djawa, NOS. 5 y 6, 17 de Jaargang (Sep.-Dic., 1937), p. 348: «Los últimos cinco años, con el cambio de ritmo de vida, los beneficios de la educación, han visto los cambios más rápidos de todos, los más irresponsables parches junto a los elementos más heterogéneos en la música y el drama. Uno se pregunta qué sobrevivirá en diez años de lo que fue una vez un arte». Antes de que podamos hablar cuerdamente sobre cooperación, primero de todo debe comprenderse que, como observó recientemente el editor del New English Weekly, «prácticamente toda la humanidad oriental, la mayor porción de la raza humana, incluyendo la U.R.S.S., vive en una aspiración social que es el opuesto polar de la americana». Todas las posibilidades de co-operación están supeditadas al acuerdo sobre los fines, mientras que casi todas las proposiciones adelantadas hasta hoy sólo se refieren a los medios, y usualmente a la aplicación de los medios occidentales a las situaciones orientales.
[6] Sir George Watt, Indian Art at Delhi, Londres, 1912, p. 72. Esta es la forma moderna de la herejía amauriana; el hombre determinado económicamente, sin libre albedrío, por el mismo motivo es irresponsable; ¡él no tiene ninguna culpa, la culpa es del destino! Cf. Sir George Birdwood, Sva, pp.84-85: «Inglaterra… donde todo interés nacional se sacrifica al slogan de la competición internacional sin restricciones; y donde, como consecuencia, la agricultura, el único fundamento seguro de la sociedad, languidece… su último resultado, el amargo, radical, y cruel contraste bien visible entre el barrio aristócrata y los suburbios de Londres. ¿Y acaso Europa y América desean reducir toda Asia a un suburbio?». Y K. E. Barlow (en Purpose, VI, 1939, p. 245): «En nuestro mundo de cada día el principio de la explotación sin responsabilidad ha traído un desorden a la sociedad y a la Naturaleza que llena de estupefacción a todos aquellos de nosotros que pensamos… Ha devenido claro que nuestra civilización está siguiendo una carrera que no puede mantenerse por mucho tiempo».
[7] Rabindranath Tagore y Gilbert Murray, Open Letters, East and West, París, 1932, p. 44.
[8] Henry A. Wallace, entonces vice-presidente, en una alocución, en 1943. Y como dijo ciertamente el difunto presidente Roosevelt, «En los Estados Unidos nunca debemos aislarnos nuevamente del resto de la humanidad»; pero, por sus siguientes palabras, «Yo confío que el comercio exterior de los Estados Unidos se triplique después de la guerra —proporcionando millones de empleos más», evidenciaba que no tenía en la mente la raíz de la cuestión, es decir, un abandono del aislamiento cultural de América. En cuanto al «precio» del industrialismo, en primer lugar, debe reconocerse que el «modelo de vida» americano, juzgado por modelos cualitativos, está muy por debajo de todo aprecio, al mismo tiempo que el artista, que ya no es un miembro de la sociedad sino un parásito de ella, «ha devenido el perrito pequinés de los ricos» (frase de Erich Meissner en Germany in Peril, 1942, p. 42). «Los productos estandarizados de nuestras fábricas y factorías son una desgracia para la civilización americana» (Monseñor G. B. O’Toole en el prólogo al libro de Krzesinski, Is Modern Culture Doomed?, 1942). Por el lado del vendedor y del productor: «La maquinaria moderna y su irresistible avance, llena a estos hombres de frenesí místico» (Meissner, dem, p. 115): y, «Eventualmente, el Hombre… adopta una disciplina que le transforma a él mismo en una máquina» (Ernst Niekish, citado por Meissner, dem). Las palabras del vicepresidente Wallace, y dos anuncios publicitarios americanos corrientes, y muy reveladores, son una demostración dramática de ello. De los anuncios, uno, que muestra a un vendedor detrás de su mostrador, pone en su boca las palabras: «¿Hecho a mano? ¡Por supuesto que no! Porque, la mayor parte de todo cuanto hay en esta tienda está hecho por máquinas de hoy. Si ello no fuera así, yo no vendería ni la mitad de estas cosas, y usted tampoco podría comprarlas. ¡Costarían demasiado!». El otro muestra un «poema», llamado «Mi Máquina», y sus primeras líneas son:
Hay muchas otras máquinas, pero ésta es mía.
Ella es una parte de mí, yo soy una parte de ella.
Nosotros somos uno.
Ella no se para —a menos de que yo me olvide.
No hay ninguna referencia a la cualidad, ni del hombre ni del producto, en ninguno de los dos casos.
«Se puede observar que la máquina es, en un cierto sentido, lo contrario del útil, y no un “útil perfeccionado” como muchos se lo imaginan, pues el útil es en cierto modo un “prolongamiento” del hombre mismo, mientras que la máquina reduce a éste a no ser más que su servidor; y, si se ha podido decir que “el útil engendra el oficio”, no es menos verdad que la máquina lo mata; las reacciones instintivas de los artesanos contra las primeras máquinas se explican así por sí solas» (René Guénon, El Reino de la Cantidad y los Signos de los Tiempos, 2ª edic. París, 1945, p. 64, nota). En palabras de Ruskin, «El gran clamor que sube de todas nuestras ciudades industriales, más ruidoso que sus altos hornos, es verdaderamente sólo para esto —que nosotros manufacturamos allí todo excepto hombres» (Stones of Venice, en Ruskin’s Works, Vol. X, p. 196): y «Este mal no puede curarse con salarios más altos, ni con mejores condiciones de alojamiento ni con una nutrición mejor» (Meissner, dem, p. 42). «Si vuestros ideales reales son los de la eficiencia materialista, entonces cuanto antes conozcáis vuestra propia mente, y hagáis cara a las consecuencias, tanto mejor… Cuanto más altamente industrializado está un país, tanto más fácilmente florecerá en él una filosofía materialista, y tanto más mortífera será esa filosofía… Y la tendencia del industrialismo ilimitado es a crear masas de hombres y mujeres —desgajados de la tradición, alienados de la religión, y susceptibles a la sugestión de masas: en otras palabras, una turba informe. Y una turba no será menos una turba si está bien alimentada, bien vestida, bien alojada, y bien disciplinada» (T. S. Eliot en The Idea of a Christian Society).
«Es dudoso que la vida pueda vivirse significativamente sin una relación consciente con una tradición. Aquellos que la viven sin ella, viven como un tipo de proletariado moral, sin raíces y sin lealtades. Para ser significante, una vida necesita una forma, y la forma es el resultado de una cualidad de pensamiento y de sentimiento que conforman una tradición» (Dorothy M. Emmet en The Nature of Metaphysical Thinking, 1946, p. 163).
Para la felicidad es necesario mucho más que un bienestar físico. El rostro de un campesino indio no tiene ni el vacío de los brutos y rameras «sonrientes» que son el ideal del publicista americano, ni la expresión de ansiedad que marca al «hombre común» americano en la vida real. «A pesar de nuestros enormes avances tecnológicos, nosotros no somos, ni espiritualmente ni como seres humanos, los iguales del aborigen australiano promedio o del esquimal promedio —antes al contrario, nosotros somos, muy definitivamente, sus inferiores» (M. F. Ashley Montagu, «Socio-Biology of Man», Scientific Monthly, Junio, 1942, p. 49).
[9] Sir John Birdwood, Industrial Arts of India, 1880.
[10] O. L. Reiser, A new Earth and New Humanity, N. Y. 1942, p. 209.
[11] San Mateo 23:15.
[12] «Es una cuestión abierta saber si toda máquina hecha para el uso humano directo es productiva de bien humano» (en The Nation, 27 de noviembre de 1943). Cf. L. Ziegler en Forum Philosophicum I.87, 88: «Toda mercancía que no responde a una necesidad existente, es, por encima de todo, la cosa más superflua en el mundo… primero debe provocarse artificialmente una necesidad en lugares donde esa necesidad no existe… En el día presente, los manejos económicos están diseñados para la estimulación, sí, incluso para la “creación” de necesidades… como si los salarios y los ingresos pudieran de alguna manera seguir el paso a esta necesidad de comodidad suscitada artificialmente… La exhibición publicitaria de bienes, siempre cambiantes según la moda, confiere la etiqueta de necesidad a una masa y variedad de mercancías, de tal manera ilimitada que, frente a ella, incluso el poder adquisitivo del rico se resiente, mientras que el pobre parece condenado a una pobreza antaño jamás soñada. Desde este punto de vista, las finanzas modernas se revelan como el enemigo de la sociedad, sí, incluso como el destructor de la sociedad». Pues, obsérvese que, como dice Albert Schweitzer, «Siempre que el comercio de la madera es bueno, una hambruna permanente reina en la región Ogowe». De hecho, las guerras modernas se combaten por los mercados mundiales; en otras palabras, para que todos los pueblos «atrasados» se vean obligados a comprar una cuota anual de «cachibaches» a aquellos que se llaman a sí mismos los pueblos «avanzados».
Sin embargo, lo que nos importa aquí son los efectos morales de la manufactura industrial para el provecho, y especialmente sus efectos sobre aquellos que se ven obligados, por una parte, a suministrar las materias primas, y por otra, a comprar los cachibaches manufacturados. No se trata meramente de que el cambio de una economía de trueque a una economía de dinero es, de hecho, «el cambio de una economía de abundancia a una economía de escasez» (Parsons, Pueblo Indian Religin, 1939, p. 1144), sino del envenenamiento de las vidas de pueblos contentos, cuya cultura es destruida para satisfacer la codicia sauriana de las «democracias» plutocráticas. En los Balkanes, por ejemplo, «Había dos tipos de gentes. Había la gente como había sido desde el comienzo del tiempo, que trabajaban en los villorrios, pueblos y capitales. Pero había también una gente nueva, engendrada por las nuevas ciudades que el desarrollo industrial y financiero del siglo XIX había levantado por toda Europa… Este nuevo tipo de gente [era un tipo que] había sido desgajado de su tradición racial, y que no gozaba de ninguna herencia de sabiduría; criados sin jardines, para trabajar en máquinas, todos excepto unos pocos carecían de la educación que da el artesanado; y sin embargo, ellos necesitaban esta sabiduría y esta educación como nunca anteriormente, porque estaban viviendo en unas condiciones de frustración y de inseguridad sin precedentes» (Rebecca West, en Black Lamb and Grey Falcon).
«El ascenso de la ciencia, el descrédito de la religión, y el triunfo permanente del capitalismo han enfocado la personalidad básica del hombre occidental sobre una sola meta, a saber, el éxito, cuya única prueba es la adquisición sin fin de dinero… Pero este tipo de enseñanza, al enfatizar el esfuerzo por la autoestima y el éxito, libera al mismo tiempo la extraordinaria agresividad que toma muchas formas crueles. La agresividad vuelta hacia adentro, resulta en masoquismo, sentimientos de inferioridad, pasividad, y otros tipos de flaquezas. Vuelta hacia afuera, el resultado es sadismo, rivalidad extrema, envidia, y conflictos, siendo la guerra su clímax social. La competición, que motiva toda esta formación psicológica, no es en sí misma mala, puesto que puede crear un ser humano fuerte y autoconfiado; pero en una economía de escasez tal como la nuestra, la combinación del sistema social con una personalidad básica enfocada en la competición por el éxito, sobrecarga las vidas de la mayoría de los seres humanos con tensiones e inseguridades para las que sólo es adecuado un término —a saber, neurosis de por vida» (Delmore Schwartz, en una reseña sobre el libro de Abram Kardiner, The Individual and His Society y The Psychological Frontiers of Society, 1939 y 1945, en The Nation, 12 de enero de 1946, pp. 46-48).
No hay ninguna duda de que lo que los hombres entienden ahora por «civilización» es una fuerza esencialmente viciosa y destructiva, o de que lo que se llama «progreso» es a la vez suicida y criminal. «La civilización, como nosotros la tenemos ahora, solo puede acabar en un desastre» (G. H. Estabrooks, Man the Mechanical Misft, Nueva York, 1941, p. 246); o como dicen también C. H. Grattan y G. R. Leighton, «Nadie que mire por la paz y la tranquilidad tiene ningún negocio que trate de comercio internacional» (en HarperÕs Magazine, agosto de 1944). De todas estas cosas, las catástrofes de hoy día son solamente un comienzo.
[13] J. C. Kumarappa. Cf. Filón, De specialibus legibus IV, 80 sigs.
[14] Repblica, 342B, 347A, etc.
[15] Summa Theologica, I-II.57.3 y 2. Justitia aquí = *4P»4@Fb<0 = dharma, como en Platón (Repblica 433A) y en San Mateo 6:33, donde la palabra se traduce por «rectitud», con alguna pérdida de fuerza.
[16] Open Letters, East and West.
[17] Art des Îles Marquises (1938). Cf. las palabras de dos reseñadores del libro de J. F. Embree, Suye Mura, a Japanese Village: Uno observa que aquí «vemos a un pequeño grupo de familias japonesas que viven, trabajan y se esfuerzan en su vida cotidiana para ganarse el pan, educar a sus hijos, y vivir vidas de utilidad ordinaria, de la manera común a las gentes de todas partes»; el otro observa que «su libro ofrece una buena evidencia de que llevará muchos años occidentalizar al campesino japonés». ¡Cuantos más sean esos «muchos años» tanto mejor para la paz y la felicidad de los campesinos japoneses del mundo!
Contrástense también las palabras de H. N. Brailsford, «Si ha de proveerse trabajo industrial para los cultivadores superfluos, tendrá que romperse el linaje de casta», con las del sociólogo S. Chandrasekhar, que señala que «el desarrollo de la industria textil del algodón en la India, que hoy día emplea alrededor de 430.000 trabajadores, ha sido directamente responsable del despido de un total estimado en seis millones de trabajadores manuales, que han sido obligados a volver a una economía agraria ya excesivamente superpoblada»; y considérese si el culto de Gandhi por la rueca de hilar no es un modo más práctico y realista de tratar la pobreza de la India que el de Mr. Brailsford.
[18] Art and Life in New Guinea, 1936, pp. 31, 32. Cf. Tom Harrisson, Savage Civilisation, passim.
[19] Bobbin and Needle Club, New York, 1931, XV, p. 56.
[20] G. A. Reichard, Melanesian Design, 1931, pp. I, 90.
Un ceilandés con quien mantengo correspondencia me preguntaba recientemente: «Si Dios apareciera sobre la tierra, y preguntara por los aztecas, incas, indios cobrizos, aborígenes australianos, y las demás razas que están desapareciendo lentamente, ¿Le llevarían las naciones civilizadas a verlos a su gran museo?».
[21] Asclepius I.12b (Scott, Hermetica, I.309).
[22] Douglas Hyde, Literary History of Ireland, 1899, pp. 630-644.
[23] Por ejemplo, el Profesor F. S. C. Northrop, en su Meeting of East and West, 1946, p. 434, cita al «cultivado humanista» Jawaharlal Nehru para probar que «los indios más jóvenes y otros orientales» están ansiosos de aprender «lo que occidente tiene que enseñar en cuanto a la ciencia y a sus aplicaciones», lo cual es verdadero, pero difícilmente oportuno en un libro que pretende mostrar que las ideologías oriental y occidental son desiguales; el autor desestima a Shri Bharata Kumarappa, que dice que «debemos tener bien claro en nuestras mentes qué es exactamente aquello por lo cual queremos trabajar —si se trata sólo de prosperidad material o también de desarrollo humano», y que se queja de que entre los socialistas «jamás se plantea la cuestión de si es verdaderamente necesaria una abundancia de bienes para el bienestar humano».